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viernes, 14 de agosto de 2015

Un encuentro doloroso Gilberto Sustaita M.



Todavía a principios de 1960, en la Escuela Normal Rural de San Marcos, Zacatecas se realizaban muchas actividades relacionadas con el campo.

Precisamente esta institución surgió a la vida pública con el nombre de Escuela Regional Campesina, allá por 1933.

En más de una ocasión fui  muy de mañana, junto con los demás compañeros del grupo, a la parcela escolar a cosechar maíz y frijol. Aunque estas actividades eran habituales para la mayoría de los alumnos, ya que en gran parte procedíamos de familias campesinas, en tales menesteres mi destreza era mínima, por lo que siempre era de los últimos en terminar la tarea asignada; muchas veces recibí la generosa ayuda de mis compañeros para terminar a tiempo  y poder regresar a la escuela a la hora del almuerzo.

Una tarde del mes de mayo de 1959 fui comisionado a las faenas  del  establo, cuyo trabajo consistía básicamente en llevar a pastorear el ganado a los terrenos aledaños a la cancha de fútbol; a la hora señalada me presenté con el encargado, quien me dio las indicaciones pertinentes y acto seguido partí con los animales rumbo al campo. Caminando tranquilamente detrás del hato formado por unas ocho vacas de mediana condición, en poco tiempo llegué hasta el lugar  donde estaba el pozo que surtía de agua a la escuela.

En esos pastoriles momentos, mis pensamientos, en alas de la imaginación, andaban volando plácidamente sobre el cielo primoroso de mi pueblo natal, Estancia de Ánimas, sobre el solar paterno, pues a pesar de llevar casi un año en el internado, aún extrañaba profundamente el calor de la familia y sobre todo, los cuidados y mimos de mi madre, a quien imaginaba en el desempeño de sus actividades cotidianas.

En fin, mientras mi mente fantasiosa andaba por otros mundos, yo seguía distraído el fatigoso caminar de los animales, bajo el peso bochornoso de la tarde plena de sol;  teniendo puesta la mirada en la lejanía, vi que en sentido contrario venía zigzagueando un hombre joven, como de veinticinco  años de edad; con sus movimientos erráticos daba la impresión de venir borracho.

Esta visión me causó mucha inquietud y presintiendo un encuentro funesto, me moví ligeramente hacia el lado derecho, con la vana esperanza de poder esquivarlo; seguramente el hombre notó la maniobra porque en seguida él también se movió a su lado izquierdo. Pensando que ese movimiento suyo había sido producto de la casualidad, me volví a mover, ahora hacia la izquierda; pero él hizo otro tanto, pero ahora a su lado derecho. Con estas señales tan claras, ya no tuve ninguna duda que el tipo venía directamente contra mí.

Procuré mantener la calma y además consideré que lo más prudente era observarlo cuidadosamente, tratando de adivinar sus intenciones y poder salir a escape en un momento dado. La distancia entre los dos se iba reduciendo cada vez más, eso me permitió ver que ahora el hombre traía el sombrero en la mano izquierda, mientras que su mano derecha la ocultaba entre sus ropas a la altura de la cintura. Era de tez morena obscura, tenía una cicatriz bastante visible en el lado izquierdo de su cara, a la altura de la boca y en su penetrante mirada, una terrible expresión que infundía temor.

Al mirar su repugnante catadura, mi primer impulso fue el de salir despavorido; pero no queriendo parecer cobarde y haciendo de tripas corazón, decidí mantener el rumbo y seguir adelante. No pasó  mucho tiempo para que me diera cuenta del error que había  cometido, ya que había echado en saco roto el sabio consejo que reza: más vale que digan aquí corrió y no aquí quedó. Casi al instante me percaté que el hombre había recuperado la seguridad y firmeza de sus movimientos, por lo que deduje que el zigzagueo y su aparente borrachera habían sido tan sólo una vil patraña para conseguir sus perversos fines. 
                                                 
Mis sospechas se vieron rotundamente confirmadas cuando con un salto felino llegó hasta mí, amenazándome con un cuchillo que hábilmente manejaba con su mano derecha; era un cuchillo común y corriente,  pero que yo con el miedo que sentía y que turbaba mis sentidos, miraba del tamaño de un machete.

Aterrorizado por el miedo, empecé a  temblar como un azogado;  mis huesos sonaban  como  tablillas de San Lázaro; y, completando el triste cuadro de mi desventura, mi corazón comenzó a latir con  tanta  furia que  parecía que  iba a estallar en mil pedazos. De esta manera tan dolorosa pude comprobar en carne propia eso de que el miedo no anda en burro.

En tales circunstancias y sin la menor resistencia, aquel hombre malvado me despojó, con una rapidez asombrosa, del reloj que portaba, y tanteando mis bolsillos y comprobando que ya no traía nada más de valor, se alejó con la rapidez propia de las alimañas de su clase, una vez consumadas sus fechorías. Huyó rumbo al rancho, que así llamábamos al pueblo de San Marcos. Antes de alejarse tuvo la desfachatez de advertirme:
 -No le digas nada a nadie; si lo haces, te va a ir peor-, mientras así me hablaba, seguía amagándome con el cuchillo.

Todavía atolondrado por el susto, y como Dios me dio a entender, reuní el ganado, que ya para entonces se había dispersado un poco y rápidamente regresé a la escuela.

Apenas hube entrado al establo, el encargado me miró y notando el deplorable estado de mi ánimo, me preguntó:

   -¿Qué tienes, muchacho? ¡Mira nomás cómo vienes! ¿Qué te pasó?
   Tan claramente como pude le relaté los hechos; después de hacerle una descripción del individuo, exclamó:

   -¡Ah! Ya sé quién es. Es “El Josco”; aquí todo mundo sabe de sus raterías. Ve a la dirección y cuéntales lo que te ha pasado, -me aconsejó.

Así lo hice y rápidamente fui a buscar al director, el Profesor Misael Macías Velázquez, de grata memoria. Lo encontré precisamente en la dirección de la escuela, frente a su escritorio, ante un montón de papeles que revisaba minuciosamente.
                                                                                                                                         
Tan claro como me fue posible le informé de lo que me acababa de suceder, incluyendo el comentario de la posible identidad del malhechor. Él me escuchó en silencio, y después de unos momentos de reflexión, mandó llamar al encargado del establo, que era oriundo de San Marcos. En cuanto lo tuvo frente a sí, le dijo:

   -Ve a la casa de “El Josco” y le pides que te regrese el reloj que le quitó a este muchacho y  que si no lo hace, que se atenga a las consecuencias.

Este fiel servidor cumplió cabalmente con el encargo; tanto, que al poco rato me mandaron llamar a la dirección para entregarme el reloj recién recuperado; prenda que yo tenía en gran estima, no tanto por su valor económico, sino porque mi padre me lo había regalado, en premio al mérito de haber ingresado a la Escuela Normal de San Marcos, la institución educativa de mayor prestigio en toda la región.

Gracias a la diligencia del director de la escuela para atender mi caso, pude recuperar mi reloj; no así mi tranquilidad. Durante mucho tiempo anduve temeroso de volver a encontrarme con ese siniestro sujeto, porque a pesar de su amenaza, lo había denunciado.

Y cosa curiosa, a más de cincuenta años de estos hechos tan lamentables, parece que hoy en día, en estos tiempos tan aciagos, por donde quiera me encuentro con  “Los Joscos” de nuevo cuño.

Tengo la impresión de que aparecen como una plaga maldita por todas partes y en diferentes presentaciones; ya como líderes de toda laya, hábiles para manipular situaciones y obtener beneficios personales; como deshonestos funcionarios públicos, expertos en torcer los preceptos legales para beneficio propio y el de sus incondicionales; o como vulgares ladrones de la calle; y que escudados en máscaras carnavalescas, todos los días, a cada momento, se roban un poco de mi patrimonio económico y un mucho de mis sueños y esperanzas.      
                                                                    
Tal pareciera que en estos tiempos de gran zozobra se materializa el espíritu de la sentencia popular que reza: en la casa del ladrón te roban hasta la respiración; acaso por aquello de que ladrón que roba a ladrón, tiene cien años de perdón.

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