Todavía a principios de 1960, en la
Escuela Normal Rural de San Marcos, Zacatecas se realizaban muchas actividades
relacionadas con el campo.
Precisamente esta institución surgió a
la vida pública con el nombre de Escuela Regional Campesina, allá por 1933.
En más de una ocasión fui muy de mañana, junto con los demás compañeros
del grupo, a la parcela escolar a cosechar maíz y frijol. Aunque estas
actividades eran habituales para la mayoría de los alumnos, ya que en gran
parte procedíamos de familias campesinas, en tales menesteres mi destreza era
mínima, por lo que siempre era de los últimos en terminar la tarea asignada;
muchas veces recibí la generosa ayuda de mis compañeros para terminar a
tiempo y poder regresar a la escuela a
la hora del almuerzo.
Una tarde del mes de mayo de 1959 fui
comisionado a las faenas del establo, cuyo trabajo consistía básicamente
en llevar a pastorear el ganado a los terrenos aledaños a la cancha de fútbol;
a la hora señalada me presenté con el encargado, quien me dio las indicaciones
pertinentes y acto seguido partí con los animales rumbo al campo. Caminando
tranquilamente detrás del hato formado por unas ocho vacas de mediana
condición, en poco tiempo llegué hasta el lugar
donde estaba el pozo que surtía de agua a la escuela.
En esos pastoriles momentos, mis
pensamientos, en alas de la imaginación, andaban volando plácidamente sobre el
cielo primoroso de mi pueblo natal, Estancia de Ánimas, sobre el solar paterno,
pues a pesar de llevar casi un año en el internado, aún extrañaba profundamente
el calor de la familia y sobre todo, los cuidados y mimos de mi madre, a quien
imaginaba en el desempeño de sus actividades cotidianas.
En fin, mientras mi mente fantasiosa
andaba por otros mundos, yo seguía distraído el fatigoso caminar de los animales, bajo el
peso bochornoso de la tarde plena de sol;
teniendo puesta la mirada en la lejanía, vi que en sentido contrario
venía zigzagueando un hombre joven, como de veinticinco años de edad; con sus movimientos erráticos
daba la impresión de venir borracho.
Esta visión me causó mucha inquietud y
presintiendo un encuentro funesto, me moví ligeramente hacia el lado derecho,
con la vana esperanza de poder esquivarlo; seguramente el hombre notó la
maniobra porque en seguida él también se movió a su lado izquierdo. Pensando
que ese movimiento suyo había sido producto de la casualidad, me volví a mover,
ahora hacia la izquierda; pero él hizo otro tanto, pero ahora a su lado
derecho. Con estas señales tan claras, ya no tuve ninguna duda que el tipo
venía directamente contra mí.
Procuré mantener la calma y además
consideré que lo más prudente era observarlo cuidadosamente, tratando de
adivinar sus intenciones y poder salir a escape en un momento dado. La
distancia entre los dos se iba reduciendo cada vez más, eso me permitió ver que
ahora el hombre traía el sombrero en la mano izquierda, mientras que su mano
derecha la ocultaba entre sus ropas a la altura de la cintura. Era de tez
morena obscura, tenía una cicatriz bastante visible en el lado izquierdo de su
cara, a la altura de la boca y en su penetrante mirada, una terrible expresión
que infundía temor.
Al mirar su repugnante catadura, mi primer
impulso fue el de salir despavorido; pero no queriendo parecer cobarde y
haciendo de tripas corazón, decidí mantener el rumbo y seguir adelante. No
pasó mucho tiempo para que me diera
cuenta del error que había cometido, ya
que había echado en saco roto el sabio consejo que reza: más vale que digan
aquí corrió y no aquí quedó. Casi al instante me percaté que el hombre había
recuperado la seguridad y firmeza de sus movimientos, por lo que deduje que el
zigzagueo y su aparente borrachera habían sido tan sólo una vil patraña para
conseguir sus perversos fines.
Mis sospechas se vieron rotundamente
confirmadas cuando con un salto felino llegó hasta mí, amenazándome con un
cuchillo que hábilmente manejaba con su mano derecha; era un cuchillo común y
corriente, pero que yo con el miedo que
sentía y que turbaba mis sentidos, miraba del tamaño de un machete.
Aterrorizado por el miedo, empecé
a temblar como un azogado; mis huesos sonaban como
tablillas de San Lázaro; y, completando el triste cuadro de mi
desventura, mi corazón comenzó a latir con
tanta furia que parecía que
iba a estallar en mil pedazos. De esta manera tan dolorosa pude
comprobar en carne propia eso de que el miedo no anda en burro.
En tales circunstancias y sin la menor
resistencia, aquel hombre malvado me despojó, con una rapidez asombrosa, del
reloj que portaba, y tanteando mis bolsillos y comprobando que ya no traía nada
más de valor, se alejó con la rapidez propia de las alimañas de su clase, una
vez consumadas sus fechorías. Huyó rumbo al rancho, que así llamábamos al
pueblo de San Marcos. Antes de alejarse tuvo la desfachatez de advertirme:
-No le digas nada a nadie; si lo haces, te va
a ir peor-, mientras así me hablaba, seguía amagándome con el cuchillo.
Todavía atolondrado por el susto, y
como Dios me dio a entender, reuní el ganado, que ya para entonces se había
dispersado un poco y rápidamente regresé a la escuela.
Apenas hube entrado al establo, el
encargado me miró y notando el deplorable estado de mi ánimo, me preguntó:
-¿Qué tienes, muchacho? ¡Mira nomás cómo vienes! ¿Qué te pasó?
Tan claramente como pude le relaté los hechos; después de hacerle una
descripción del individuo, exclamó:
-¡Ah! Ya sé quién es. Es “El Josco”; aquí todo mundo sabe de sus
raterías. Ve a la dirección y cuéntales lo que te ha pasado, -me aconsejó.
Así lo hice y rápidamente fui a buscar
al director, el Profesor Misael Macías Velázquez, de grata memoria. Lo encontré
precisamente en la dirección de la escuela, frente a su escritorio, ante un
montón de papeles que revisaba minuciosamente.
Tan claro como me fue posible le
informé de lo que me acababa de suceder, incluyendo el comentario de la posible
identidad del malhechor. Él me escuchó en silencio, y después de unos momentos
de reflexión, mandó llamar al encargado del establo, que era oriundo de San
Marcos. En cuanto lo tuvo frente a sí, le dijo:
-Ve a la casa de “El Josco” y le pides que te regrese el reloj que le
quitó a este muchacho y que si no lo
hace, que se atenga a las consecuencias.
Este fiel servidor cumplió cabalmente
con el encargo; tanto, que al poco rato me mandaron llamar a la dirección para
entregarme el reloj recién recuperado; prenda que yo tenía en gran estima, no
tanto por su valor económico, sino porque mi padre me lo había regalado, en
premio al mérito de haber ingresado a la Escuela Normal de San Marcos, la
institución educativa de mayor prestigio en toda la región.
Gracias a la diligencia del director
de la escuela para atender mi caso, pude recuperar mi reloj; no así mi
tranquilidad. Durante mucho tiempo anduve temeroso de volver a encontrarme con
ese siniestro sujeto, porque a pesar de su amenaza, lo había denunciado.
Y cosa curiosa, a más de cincuenta
años de estos hechos tan lamentables, parece que hoy en día, en estos tiempos
tan aciagos, por donde quiera me encuentro con
“Los Joscos” de nuevo cuño.
Tengo la impresión de que aparecen
como una plaga maldita por todas partes y en diferentes presentaciones; ya como
líderes de toda laya, hábiles para manipular situaciones y obtener beneficios
personales; como deshonestos funcionarios públicos, expertos en torcer los
preceptos legales para beneficio propio y el de sus incondicionales; o como
vulgares ladrones de la calle; y que escudados en máscaras carnavalescas, todos
los días, a cada momento, se roban un poco de mi patrimonio económico y un
mucho de mis sueños y esperanzas.
Tal pareciera que en estos tiempos de
gran zozobra se materializa el espíritu de la sentencia popular que reza: en la
casa del ladrón te roban hasta la respiración; acaso por aquello de que ladrón
que roba a ladrón, tiene cien años de perdón.
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