Hablar sobre mí, de mi experiencia docente, es indagar sobre la manera
en que esta se ha constituido, es poner en el centro elementos insospechados:
miradas, expresiones, dolor, coraje, posibilidad, denuncia, apuestas,
solidaridad, contexto, el “otro”. Definitivamente, implica hacer un ejercicio
de memoria personal, buscar en los resquicios de historia mi presencia, echar
una mirada al pasado con toda la carga emotiva que implicaban aquellos días en
Oaxaca, en mi paso por la primaria, situarme en mi pueblo Chontecomatlán con
sus días soleados, recordar los rostros de maestros y compañeros.
Recuerdo sobre todo, que mi presencia estuvo prensada por un no querer
tener mi imagen personal ordenada, ni en su sitio, una especie de denuncia me
colmaba, siempre andaba un poco despeinada, y por esta razón me gane el
apelativo de greñuda o mechuda. Frecuentemente andaba con los pies cubiertos de
tierra, que ganaba cada vez que caminaba. Recuerdo tener pocos vestidos, los
que tenía estaban hechos por las manos de mi madre y de mis tías, también
recuerdo los huaraches de plástico de color negro, eran los más baratos, pero
también los más prácticos para andar. Mi cuerpo menudito, con una constante
mirada llena de sentimientos encontrados, sobre todo de un sentimiento llamado
indignación. Dos rostros me constituían, el
de mi padre, siempre firme, disciplinado, enfadado casi siempre. Un rostro de
expresión dura, ojos fijos y cuestionadores, pocas sonrisas, cejas arqueadas.
El de mi madre, un tono amable, un rostro iluminado, sonrisas, ojos expresivos,
sencillos y sinceros, siempre presta a comprender, a escuchar, a estar con el
otro. Así, hablando de rostros,
recuerdo uno en especial, ese rostro me marcó y fue detonador en delante de la
decisión y preparación como docente. Es la historia del maestro Manuel, de mis
compañeros, de la mía, él era el profesor de cuarto grado de primaria. Su
rostro me generaba miedo y coraje, de figura delgada, de estatura mediana,
vestía siempre camisa de cuadros, pantalón de mezclilla y botas puntiagudas,
mirada fija, cejas pobladas, boca pequeña, nariz chata. Fue un rostro que no
solo reflejaba angustia sino rechazo y desagrado por sus alumnos, por la vida
misma, ese semblante me recordaba al de mi padre cuando estaba enfadado.
Recuerdo uno de esos días de terror gratuito, el profesor Manuel había
planeado una clase de matemáticas, la dinámica era pasar al frente y como sí se
tratará de un rezo, teníamos que memorizar en voz alta la tabla de multiplicar,
del uno al nueve. Por cada error cometido era una ofensa verbal y un golpe
fuerte en tus manos con una varita de árbol de durazno. Ese día, el rostro de
mis compañeros y amigos empalidecieron, y se escurrieron. Sin embargo,
fue contradictorio, porque al unísono nos mirábamos con solidaridad, cada mirada
llevaba la incomprensión de la inocencia, que no entendía las razones lógicas,
ni las causas que se tenían para realizar el fatal ejercicio de violencia
para con los amigos, fue un querer estar ahí
sintiendo el dolor del otro, querer disminuir con nuestros propios cuerpos la
desgarradora violencia, la impotencia y la injusticia que allí se ejercía a
manos del profesor. Con la mirada buscábamos no equivocarnos, pero el temor nos
cercó, pues al pasar al frente y ver la mirada intimidante del profe, se producía
rápidamente la equivocación. Tal vez, le hacíamos saber a la vida, que tan
equivocados estábamos todos, el profe por su obstinada violencia y
nosotros por aceptarla sin reparos. Así que lo recuerdo con claridad, siete
fueron mis errores y siete dolorosos varazos recibí. Mis manos ya no soportaban
el dolor, me aguante para no llorar, mientras tanto tragaba saliva, un coraje
color verde incandescente recorría todo mi ser. Después de haber salir de esa clase, me invadieron muchas ideas, veía el
rostro del profesor y me provocaba miedo, veía un monstruo, cada vez que
entrabamos en su perverso juego se generaba una escena de pánico, el de
competir para exponer como trofeo al ganador, el que mejor memorizaba. Parecía
que el profe gozaba con los efectos de su dinámica, el distanciamiento
momentáneo que lograba entre nosotros. Pero lo que nunca supo, fue que al
contrario, ganamos por lo menos una mejor mirada, más aguda, solidaria y
genuina con los otros, la misma con la que hoy en día veo el mundo. Fue
una conjugación de emociones negativas y positivas, circulaba el coraje a causa
de las actitudes y prácticas del maestro, pero también, recorría en mí, un
sentimiento de potencialidad, la fuerza vital de querer ser maestra, y no
permitir que se naturalizaran estas formas comunes de violencia escolar.
Considero que esas formas, solo causan dolor, miedo y sometimiento, pues nunca
se nos permitió defendernos, además porque para el pueblo Chontal1, obedecer a
los mayores es fundamental, ellos tienen la experiencia y el
conocimiento, no se nos es permitido cuestionar la autoridad, que al parecer
por arbitrario designio tienen. Ahora
ya se ha suavizado mi coraje hacia el profe Manuel, hacia mi padre, hacia
esos rostros que insisten, que la violencia es un recurso didáctico de
aprendizaje, no solo en el aula sino en los espacios familiares. Ahora entiendo
que el problema no es él, no es su humanidad, el lleva a cuestas una historia,
seguramente plagada de violencia, una deshumanización lo hacía rehén de su propia
vida. Considero, también que no contaba con una formación humanizada, con
metodologías para enseñar mejor las matemáticas. Él, al igual que nosotros
conformaban una familia numerosa, con esos pocos pesos que ganaba no le
permitía una formación constante, juntarse con otros, un espacio donde pudiera
generar otras reflexiones educativas con sentido humano. De esos rostros que me
fueron conformando, entonces, surge el mío. El interés y pasión por la
docencia, se construyó a propósito de esos rostros, tiznados de violencia y de
los pocos recursos didácticos que se tienen. Pero también, y sobre todo, por la
necesidad de comprender y de reconocer el de otros, esos que veo a diario en la
escuela, con los niños, padres de familia y comunidad. Esos rostros me han mostrado
posibilidades, de reflexión, pensar sobre lo que somos, pensar de otro modo la
realidad a partir del encuentro con el otro. Sentir nuestra historia y
hacernos cargos de la de los demás, eso es humanizarnos.
Ahora le apuesto al rostro de mi madre, de muchos más que he conocido,
expresiones de solidaridad, de comprensión. Apuesto por una educación
comprensiva y sentida. Aquí y ahora, estoy consciente que como maestros,
necesitamos urgentemente desmontar las estructuras mentales, de pensamiento, y
de acciones, que nos someten, que nos hace andar en automático, despojarse
de las experiencias dolorosas, sabiendo que la escuela es un espacio que
nos ha marcado de forma prolongada, eficiente y violenta en este sentido. Dejar esas actitudes, esas prácticas, que se constituyeron en la escuela
tradicionalista, más bien, ver la posibilidad de una educación con sentido
humano, acogiendo el rostro del otro, que te exige y te demanda su inclusión,
la aceptación de un otro radicalmente distinto. Reconocer en las
historias personales, aquellas experiencias potencialmente humanas, como la que
tuve cuando éramos castigados, por no memorizar las tablas de multiplicar. Las
miradas de mis compañeros, miradas solidarias, agudas, que cuestionan lo
irremediablemente natural, esas miradas me atravesaron a mí, lograban una
suerte de cura para el dolor de manos, dolor del corazón, dolor de pensamiento,
ese que nos aquejaba a todos por igual. Hasta el día de hoy, tengo que
reconocer que ese es el rostro que quiero presentar, que mi mirada busque la
mirada del otro que sufre, que está en condiciones de vulnerabilidad, la
solidaridad. Propongo, que los puntos centrales para la educación humanizada
sean: la comprensión, el acogimiento de la historia personal de nuestros niños,
del intempestivo reclamo del otro, de su rostro, de la diferencia, de la
inclusión de rostros chontales, indígenas como el mío, este, que intento
mostrar en esta historia.
1 Grupo étnico de la sierra sur del estado de
Oaxaca.
Narrativa Profesora Roselia Vázquez Oaxaca, México, 2015 Coord. Adan Morgan Colectivo 43 x 43 Serie 2. Los rostros de la experiencia docen
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