Casi una semana después del violento desalojo de normalistas en la Autopista del Sol, a las afueras de Chilpancingo, Guerrero, que se saldó con la muerte de dos estudiantes de la Normal Rural de Ayotzinapa –Jorge Alexis Herrera Pino y Gabriel Echeverría de Jesús– y con varios heridos y desaparecidos, la Organización de las Naciones Unidas condenó el excesivo uso de la fuerza” por parte de las corporaciones de seguridad, y pidió al Estado mexicano que investigue y esclarezca los hechos “diligentemente y de manera seria, completa e imparcial”. Los ecos de esclarecimiento y de justicia se reprodujeron ayer en las calles de Chilpancingo, donde cientos de normalistas marcharon en protesta por el asesinato de sus compañeros, y en la ciudad de México, donde organizaciones civiles entregaron, en la Cámara de Diputados, una petición de juicio político contra el gobernador guerrerense, Ángel Aguirre Rivero.
El contrapunto de estos reclamos es la actitud opaca y remisa de las autoridades estatales y federales para esclarecer el asunto. Hasta ahora, la única acción concreta que han asumido las primeras ha sido la destitución de tres funcionarios del gobierno que encabeza Aguirre –el ex procurador estatal Alberto López Rosas; el ex titular de Seguridad Pública Ramón Almonte, y el ex encargado de la Policía Estatal Ramón Arreola–, destituciones del todo inútiles en la medida en que no se han acompañado de pesquisas verosímiles y transparentes y de sanciones penales concretas para los responsables. Por el contrario, desde las horas posteriores al ataque, el gobierno de Chilpancingo se ha empeñado en distorsionar y desvirtuar los hechos y en trasladar responsabilidad por los mismos a los estudiantes. En esa lógica, las autoridades guerrerenses primero señalaron al estudiante Gerardo Torres como portador de un arma larga el día de los hechos –en un afán por abonar a la versión de que hubo disparos por parte de ambos bandos–, y posteriormente tuvieron que liberarlo, al igual que al resto de los detenidos, en medio de señalamientos de que la declaración del normalista había sido obtenida bajo tortura. Tan impresentable como el intento por sembrar armas a los agredidos resulta la aseveración, formulada anteayer por Aguirre Rivero, de que había muerto el empleado de la gasolinera incendiada durante el acto represivo, lo que fue posteriormente desmentido por autoridades del Instituto Mexicano del Seguro Social.
Por lo que hace al gobierno del país, éste se ha empeñado en su versión de que los disparos no provinieron de los efectivos de la Policía Federal, y ha emprendido, al igual que la administración guerrerense, una guerra de acusaciones y deslindes que de ninguna manera lo exime de responsabilidad –así sea por omisión– en los hechos del pasado lunes, pero que sí dificulta las perspectivas de esclarecimiento. Hasta ahora, sin embargo, ninguno de los videos o fotografías presentados por los gobiernos estatal o federal ha ayudado a responder a las preguntas fundamentales de quién ordenó el envío de efectivos armados a desalojar una manifestación de estudiantes y quién o quiénes abrieron fuego contra ellos.
La pretensión de demorar una respuesta a esas interrogantes es insostenible y abona la sospecha de que se pretende fabricar un escenario compatible con la versión del gobierno de Chilpancingo, o bien de que se busca sustraer de la acción de la justicia a los responsables de la muerte de los normalistas. Como quiera, para las autoridades de los dos niveles resulta perentorio esclarecer los hechos con precisión y honestidad, reconocer que el 12 de diciembre se cometió una gravísima violación a los derechos humanos de los manifestantes y que desde entonces se ha venido tratando de encubrirla, y llevar a los culpables ante las instancias correspondientes: actuar en ese sentido no sólo resulta necesario en términos de procuración e impartición de justicia, sino también porque los intentos por distorsionar lo ocurrido acabarán por llevar la falta de credibilidad de las instituciones y la exasperación de las víctimas a un punto de no retorno.
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