“Desde que se fue el general Cárdenas estuvimos al borde del precipicio –relata César Navarro, egresado de la Normal Rural de San Marcos a mediados de los años 70–. Las normales rurales –continúa– eran un conjunto de escuelas que habiendo sido creadas, empezaron a remar contra la corriente. Las siguientes administraciones siempre las vieron como algo que correspondía a otra etapa. Por lo tanto, recursos, medios de subsistencia, apoyo, todo lo que tenían las normales, era posible hacer mientras las luchas de docentes lo exigían.”
Lo que pedían los jóvenes de antes, al igual que los de ahora, no eran reformas radicales. Demandaban aumento de los recursos dedicados a la alimentación, material didáctico, dotación de becas, o el incremento al número de matrículas. La vida en las normales rurales ha sido siempre difícil, siempre falta algo, a veces falta todo. Pero hay precariedad y hay condiciones indignas. En los años 60, por ejemplo, los estudiantes señalaban lo ridículo de una situación en donde, según cálculos hechos por José Santos Valdés, supervisor especial de Enseñanza Rural, los caballos del Ejército tenían un presupuesto más alto que los normalistas rurales.
Las normales rurales tienen una larga tradición de lucha. En su inicio enfrentaron la hostilidad del clero que las llamaba escuelas del diablo, amenazaba con excomulgar a quienes inscribieran allí a sus hijos y difundía rumores en los que se aseguraba que en esas escuelas (que empezaron como coeducativas) se cometían cantidad de inmoralidades. Como respuesta, relata Othón Villela en su libro sobre la primera normal rural en Michoacán, “las cátedras se impartieron con puertas y ventanas abiertas, para que todos los habitantes de Tacámbaro pudieran saber qué y cómo se enseñaban en ese plantel”. A diferencia de décadas posteriores, en esta primera batalla, las normales rurales contaban con el apoyo del Estado.
Este apoyo empezó a menguar con la presidencia de Manuel Ávila Camacho. Entre los cambios que se implementaron se encontraba la derogación de la educación socialista. Por más que las malas lenguas quisieron vincularla al demonio, esta doctrina siempre se aplicó con bastante moderación, como marco para explicar la explotación capitalista y para difundir la idea de que una sociedad más justa era posible. Santos Valdés relata: “Bien sabíamos que era una contradicción insalvable el pretender realizar educación socialista en un país de propiedad privada. Pero ofrecía magnífica oportunidad para la creación de la necesaria conciencia –en niños y jóvenes– que facilitara el cambio esperado por los revolucionarios mexicanos. Así lo comprendió la burguesía y de allí su ruda oposición”.
En efecto, en plena Segunda Guerra Mundial no fue sólo el clero sino la clase acomodada la que utilizó la educación socialista como pretexto para atacar a la educación pública. Diatribas como la siguiente, publicada en Novedades el 14 de febrero de 1942, son un ejemplo de esta hostilidad: “El gobierno de México se encuentra ante la figura siniestra de un tipo de profesor saturado de las doctrinas de odio, procreadas por la fatídica trilogía de Marx-Lenin-Stalin, transmitida a aquellos por los virulentos comunistoides de las escuelas normales rurales”. Eran estas las voces que propagaban la llamada escuela de amor.
Aparte de la eliminación formal de la educación socialista en 1944, las reformas avilacamachistas terminaron con la coeducación en las normales rurales y unificaron su plan de estudios con las urbanas. Esta última medida dio marcha atrás al proyecto que originalmente concebía de las normales rurales como centros de desarrollo agrario en las regiones donde se ubicaban. Asimismo, los maestros rurales debieron concentrarse más en lo académico y echar a un lado su función social, la labor de comunidad que tanto había marcado su razón de ser después de la Revolución.
Pero romper los vínculos con las comunidades no era fácil. “Dicen que tú vas a pensar de acuerdo a como está el medio, a como está la realidad, que es la que te va a hacer reflexionar –resume Gloria Juárez, una alumna que en los años 60 estudió en la Normal Rural de Saucillo–; entonces, cuando uno ve situaciones de desigualdad, cuando ves que el patrón no les da el salario a los trabajadores, tomamos conciencia social, conciencia de clase”.
Lucio Cabañas es quizás uno de los mejores ejemplos de esta conciencia social. Sobre sus estudios recuerda: “Los de Ayotzinapa, los de la Escuela Normal Rural, nos metimos por todos los pueblitos y dondequiera anduvimos haciendo mítines... Incluso cuando estuvimos de dirigentes dábamos ropa a los pobrecitos campesinos que no tenían con qué vestirse y se acercaban a Ayotzinapa”.
Sin considerar el contexto previo que dio pie a la lucha armada de Cabañas, su caso es para muchos prueba de que las normales rurales son nidos guerrilleros. Sin embargo, como él mismo afirmó, “el de 1967 en Atoyac no era un movimiento puramente escolar. Dondequiera se dijo que por sacar a una directora de una escuela estatal hubo una balacera y de allí se lanzó Lucio. No se daban cuenta que antes... tuvimos movimientos contra las compañías madereras, y que antes tuvimos en el pueblo de Atoyac un movimiento contra Caballero Aburto... No era un problemita de allí de escuela. Pero lo que sí es cierto es que con una matanza nos decidimos a no esperar otra”.
La conciencia social se forma de varias maneras. Una es conociendo la historia. Otra es presenciando situaciones de injusticia. El asesinato de Jorge Alexis Herrera y Gabriel Echeverría es un episodio más del largo hostigamiento sufrido por las normales rurales. El tamaño de la represión que los normalistas de Ayotzinapa sufrieron, sin relación alguna con el desafío que representaban, es una vívida injusticia.
* Profesora de historia en Dartmouth College. Autora del libro The jaramillista movement and the myth of the pax-priísta, 1940-1962 (Duke University Press, 2008).
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