En el país que ha dado a uno de los empresarios más ricos del mundo y al más poderoso de los narcotraficantes, hay que preguntarse por el futuro de más de 4 millones de niños que, en este ciclo escolar, quedaron fuera de la educación básica porque son pobres; porque no hay suficientes escuelas; porque hace mucho que la educación no es gratuita (cuotas, uniformes, larga lista de útiles) y, sobre todo, porque a los presidentes de México, de los últimos 30 años, no les han importado en verdad ni los niños ni la educación: porque un pueblo sin educación tiene miedo, y el miedo y la ignorancia hacen fuertes a los tiranos, en las urnas y en los templetes.
Pero también hay que preguntar qué clase de sociedad somos que no reaccionamos ante un crimen como este, que no registramos que ese abandono es parte de la barbarie que está acabando con México. Se trata de una doble amputación de derechos: el del niño a la educación, y el de la sociedad a que sus gobernantes inviertan en la protección y desarrollo de sus miembros más jóvenes, y cumplan así los mandatos constitucionales. Porque los daños causados por este abandono no sólo son para los niños, sino también para la sociedad a la que ellos pertenecen y de la que seguirán siendo parte, aunque no pasen por la escuela.Si tuviéramos conciencia de que como sociedad somos un organismo vivo, y que la falta de
oxígeno(oportunidad educativa) en cualquiera de sus partes debilita al conjunto, tal vez seríamos capaces de protestar y salir a la calle y a las plazas a exigir escuela para todos nuestros niños. Pero somos una sociedad miope, individualista, y de ello se aprovechan quienes despilfarran y roban los recursos que son de todos.
Lo más insensato es que no se generan planes alternos para no dejar a la deriva a esos millones de menores, para evitar que su destino sea la explotación o el reclutamiento en bandas criminales. La escuela pública, con todas sus deficiencias, sigue siendo la mejor opción para nuestros niños. A veces basta que cumpla con ser muro de contención para evitar que la calle devore a la infancia. Pero es ingenuo esperar que las clases dominantes se ocupen espontáneamente de que todos los niños estén en la escuela y de darles una educación de calidad. Tendría ello que ser tarea política para, por ejemplo, los sindicatos, especialmente el de maestros. Por eso habrá que inventar, por todo el país, con las organizaciones de izquierda, con los jóvenes universitarios en servicio social y con maestros-guías voluntarios (jóvenes y viejos), formas de agrupar a los niños en aulas improvisadas para alfabetizar y crear microambientes de socialización y de estudio.
No es mucho lo que necesitan aprender los niños para salvarse del abandono del Estado y convertirse en seres útiles y críticos.
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