La
Iglesia católica jerárquica está inmersa en una grave crisis de
autoridad, de credibilidad y de liderazgo, debido a
varios escándalos financieros, pero de manera criminal por causa de los
pedófilos: curas, obispos y un cardenal.
Crisis de autoridad, de
credibilidad y de liderazgo de la Iglesia institucional
Tales
hechos han socavado la autoridad eclesiástica que se ha visto
profundamente golpeada por los distintos intentos de negar, disimular y,
finalmente, ocultar actos criminales referentes a la pedofilia de los curas,
hasta el punto de que un tribunal de justicia de Oregón (Estados Unidos), a
pesar de la inmunidad jurídica del Estado Vaticano, pretendía llevar a los
tribunales a autoridades eclesiásticas romanas, eventualmente hasta al entonces
cardenal Joseph Ratzinger, por negarse a aplicar sanciones contra el padre
Lawrence Murphy que entre 1950-1975 había abusado sexualmente de doscientos
jóvenes sordos. Y particularmente por su carta de 2001 enviada a los obispos,
impidiéndoles, bajo duras penas canónicas, denunciar a los pedófilos a la
justicia civil. Esta actitud fue considerada como complicidad en el crimen e
intento de encubrimiento, lo que configura un delito.
Tales
actitudes antiéticas han erosionado la credibilidad de la institución.
¿Cómo puede pretender ser «especialista en derechos humanos» y «madre y maestra
de la verdad y de la moral» si, por obras y omisiones, niega abiertamente lo que
predica?
La
crisis es también de liderazgo pues Benedicto XVI ha cometido varios
errores de gobierno referentes a los evangélicos, a los musulmanes, a los
judíos, a las mujeres, y al espíritu del Vaticano II al hacer concesiones a los
seguidores del obispo cismático Lefebvre como la reintroducción de la misa en
latín y la oración por la conversión de los judíos infieles y, en general, por
causa de su enfrentamiento obsesivo contra la modernidad, vista negativamente
como decadencia y fuente de todo tipo de errores, especialmente, del
relativismo. Éste es obstinadamente condenado pero, curiosamente, a partir de la
misma perspectiva, sólo que a la inversa: la de un riguroso absolutismo. No es
una estrategia inteligente combatir un error con otro error, sólo que a partir
del polo opuesto.
Las
consecuencias se están mostrando desastrosas. Veamos por ejemplo a la Iglesia
católica alemana, considerada como muy sólida: solamente en 2010 se
desvincularon de la institución 250 mil fieles, el doble que en 2009 (Hans Küng
¿Tiene salvación la Iglesia?, 2012, 20). Esta emigración interna
se está dando en todo el mundo, especialmente en Estados Unidos e Irlanda, donde
el caso de los pedófilos ha alcanzado niveles epidémicos. En Brasil, entre otros
motivos, la desmoralización de la institución vaticana ha ayudado a que las
cifras de católicos hayan disminuido drásticamente. El censo del IBGE muestra
que entre 2000 y 2010 la parcela católica cayó del 73,6% al 64,6%. En la
diócesis de Río, dirigida durante 30 años por un arzobispo autoritario y a veces
despótico como don Eugênio Salles, el número de católicos llegó al número
históricamente más bajo de todos, sólo un 45,8%.
Esta
crisis de la institución jerárquica católica ha puesto a la luz la estructura de
poder y la forma como se organiza la dirección de la comunidad de los fieles. Se
caracteriza por ser una monarquía absoluta, teniendo el papa, su Jefe, «poder
ordinario, supremo, pleno, inmediato y universal» (canon 313), aumentado todavía
con el atributo de la infalibilidad en asuntos de fe y de moral. En manos de la
jerarquía se concentra el monopolio del poder y de la verdad, con señales claras
de patriarcalismo, tradicionalismo, clericalismo, animosidad hacia el sexo y las
mujeres. Se ha gestado lo que Hans Küng denomina «el sistema romano» cuyo eje
articulador es la figura del papa con «plenitud de poder» (plenitudo
potestatis) jurídico, único y exclusivo sobre toda la comunidad y sobre cada
uno de los fieles.
El
aumento del espíritu crítico, el acceso más fácil a los documentos históricos,
la resistencia de los católicos más lúcidos a aceptar las razones altamente
ideologizadas de la institución en su afán por autolegitimarse, invocando su
origen divino y reclamando la voluntad de su fundador Jesús, han hecho que
muchas personas se hayan alejado de este tipo de Iglesia o se hayan quedado
totalmente indiferentes a ella. El mantenimiento de los fieles en la ignorancia
y la estrategia de infundir miedo, como mostró el notable historiador Jean
Delumeau (El miedo en Occidente, 1987), que fueron factores decisivos
para la conversión de pueblos enteros en el pasado, hoy son inaceptables y
sencillamente condenables.
Concretamente
la comunidad cristiana está divida en dos cuerpos: el cuerpo clerical
(del papa al diácono) que detenta de forma exclusiva el poder de mando, de la
palabra, de la doctrina y de los instrumentos de salvación y el cuerpo
laical, constituido por los fieles laicos, hombres y mujeres, sin ningún
poder de decisión, a quienes corresponde oír, obedecer y ejecutar las
determinaciones que vienen de arriba. Esto no es una caricatura, sino la
descripción de lo que efectivamente ocurre y es sancionado por el derecho
canónico.
A la jerarquía todo, al
laico nada: testimonio de dos papas
Nada
mejor que el testimonio de dos papas para explicitar esta división
teológicamente problemática: Gregorio XVI (1831-1846): «Nadie puede desconocer
que la Iglesia es una sociedad desigual en la cual Dios destinó a unos como
gobernantes y a otros como servidores; éstos son los laicos, aquéllos son los
clérigos». Pío X (1835-1914) es todavía más rígido: «Solamente el colegio de los
pastores tiene el derecho y la autoridad de dirigir y gobernar; la masa no tiene
ningún derecho a no ser el de dejarse gobernar, cual rebaño obediente que sigue
a su pastor». Estas expresiones, que están a años luz del mensaje de Jesús,
nunca han sido contradichas, y teóricamente siguen manteniendo su validez
práctica.
El
cuerpo laical, a su vez, también se ha organizado en movimientos y comunidades,
tanto dentro del cuerpo clerical, como al margen. En ellos funciona el principio
de comunión y de participación igualitaria, el poder es circular y rotativo, los
servicios están distribuidos entre los miembros según sus capacidades y
habilidades; todos participan, todos toman la palabra y se decide colectivamente
sobre los caminos de la comunidad. El centro lo ocupa la Escritura, leída y
comentada comunitariamente y aplicada a las situaciones concretas. No se opone a
la Iglesia-institución jerárquica papal y hasta se alegra cuando alguien de la
jerarquía participa de la vida de las comunidades. Pero hay que subrayar que
sigue otra lógica, no paralela, sino diferente. Sin embargo no deja de sufrir
con la división, pues la mayoría intuye que esa división no corresponde al sueño
de Jesús de que “todos sean hermanos y hermanas y que nadie quiera ser llamado
padre o maestro, porque uno solo es el Maestro, Cristo” (Mt 23,9-10). Esto
resulta permanentemente negado.
¿Cuál de
los dos tipos de Iglesia está en crisis y en franca degeneración en los días
actuales? La Iglesia institución monárquico-absolutista, cuyas razones no
consiguen convencer a los fieles ni se sostienen delante del sentido común ni
ante el sentido del derecho y de la justicia que se han impuesto en la reflexión
de los últimos siglos, no sin influencia del cristianismo. Este tipo de Iglesia
no es ni progresista ni tradicionalista; es simplemente medieval, tributaria del
iluminismo de los reyes absolutos por la gracia de Dios.
Las
cosas no caen ya preparadas del cielo, ni salen de la manga de la túnica de
Jesús. Se han ido constituyendo históricamente en un proceso lento pero
persistente de acumulación de poder, hasta alcanzar el grado absoluto, igualado
al poder de Dios (el Papa como representante de Dios). Aquí se cumple bien la
perspicaz observación de Hobbes: «el poder no puede garantizarse si no es
buscando más y más poder» hasta llegar a su forma suprema y divina. Esto fue lo
que ha ocurrido con el poder de los papas romanos y la jerarquía católica. Esta
forma concentradísima de poder ya constituyó el nudo de la crisis en el pasado y
en la actualidad lo hace de forma más grave todavía.
En el
próximo artículo estudiaremos con cierto detalle cómo se ha llegado a la actual
monarquía absolutista y centralizadora de la Iglesia-institución.
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