No nos equivocamos si entendemos la tragedia actual de la humanidad, incapaz de
explicar sus crisis y de proyectar un aura de esperanza, como el fracaso del
tipo de razón predominante en los últimos quinientos años. Ya hemos analizado en
estas páginas cómo se realizó desde entonces la ruptura entre la razón objetiva
(la lógica de las cosas) y la razón subjetiva (los intereses del yo). Ésta se
impuso a aquella hasta el punto de instaurarse como la fuerza exclusiva de
organización de la sociedad y de la historia.
Esta razón subjetiva se entendió como voluntad de poder y poder como dominación sobre personas y cosas. Ahora la centralidad está ocupada por el poder del «yo», portador exclusivo de razón y de proyecto. Él gestó lo que le es connatural: el individualismo como reafirmación suprema del «yo». Éste ganó cuerpo en el capitalismo, cuyo motor es la acumulación individual sin ninguna otra consideración social o ecológica. Fue una decisión cultural altamente arriesgada la de confiar exclusivamente a la razón subjetiva la estructuración de toda la realidad. Esto ha implicado una verdadera dictadura de la razón que ha intensificado o destruido otras formas de ejercicio de la razón como la razón sensible, simbólica y otras. El ideal que el «yo» va a perseguir irrefrenablemente será el de un progreso ilimitado, en el supuesto incuestionable de que los recursos de la Tierra son también ilimitados. Lo infinito del progreso y lo infinito de los recursos constituirán el a priori ontológico y el parti pris. Pero he aquí que después de quinientos años, nos hemos dado cuenta de que ambos infinitos son ilusorios. La Tierra es pequeña y finita. El progreso ha tocado los límites de la Tierra. No hay modo de sobrepasarlos. Ahora ha comenzado el tiempo del mundo finito. No respetar esta finitud implica inhibir la capacidad de reproducción de la vida en la Tierra y con esto poner en peligro la supervivencia de la especie. El tiempo histórico del capitalismo se ha cumplido. Llevarlo adelante costará tanto que acabará por destruir la sociabilidad y el futuro. De persistir en ese intento, se evidenciará el carácter destructivo de la irracionalidad de la razón. Lo más grave es que el capitalismo/individualismo ha introducido dos lógicas que están en conflicto: la de los intereses privados de los «yos», de las empresas, y la de los intereses colectivos del «nosotros», de la sociedad. El capitalismo es, por naturaleza, antidemocrático. No es nada cooperativo y es sólo competitivo. ¿Tendremos alguna salida? Con solo reformas y regulaciones, manteniendo el sistema, como quieren entre nosotros los neokeynesianos al estilo de Stiglitz, Krugman y otros, no. Tenemos que cambiar si queremos salvarnos. En primer lugar, es importante construir un nuevo acuerdo entre la razón objetiva y la subjetiva. Esto implica ampliar la razón y así liberarla del yugo de ser instrumento del poder-dominación. Ella puede ser razón emancipatoria. Para el nuevo acuerdo, urge rescatar la razón sensible y cordial para conjugarla con la razón instrumental. Aquella se ancla en el cerebro límbico surgido hace más de doscientos millones de años, cuando, con los mamíferos, irrumpió el afecto, la pasión, el cuidado, el amor y el mundo de los valores. Ella nos permite hacer una lectura emocional y valorativa de los datos científicos de la razón instrumental, que emergió en el neocórtex hace solamente 5-7 millones de años. Esta razón sensible despierta en nosotros el reencantamiento necesario por la vida y por la madre-Tierra, a fin de cuidar de ellas. Luego se impone una nueva centralidad: no más el interés privado sino el interés común, el respeto a los bienes comunes de la vida y de la Tierra destinados a todos. Después la economía necesita volver a ser aquello que por naturaleza es: garantía de las condiciones de la vida física, cultural y espiritual de todas las personas. A continuación, la política deberá construirse sobre una democracia sin fin, cotidiana e inclusiva de todos los seres humanos para que sean sujetos de la historia y no meros asistentes o beneficiarios. Por último, un nuevo mundo no tendrá rostro humano si no se rige por valores ético-espirituales compartidos, basados en la contribución de las muchas culturas junto con la tradición judeocristiana. Todos estos pasos tienen mucho de utópico. Pero sin la utopía nos hundiríamos en el pantano de los intereses privados y corporativos. Felizmente, por todas partes repuntan ensayos anticipadores de lo nuevo, como la economía solidaria, la sostenibilidad y el cuidado vividos como paradigmas de perpetuación y de reproducción de todo lo que existe y vive. No renunciamos al anhelo ancestral de la comensalidad: todos comiendo y bebiendo juntos como hermanos y hermanas en casa.
Esta razón subjetiva se entendió como voluntad de poder y poder como dominación sobre personas y cosas. Ahora la centralidad está ocupada por el poder del «yo», portador exclusivo de razón y de proyecto. Él gestó lo que le es connatural: el individualismo como reafirmación suprema del «yo». Éste ganó cuerpo en el capitalismo, cuyo motor es la acumulación individual sin ninguna otra consideración social o ecológica. Fue una decisión cultural altamente arriesgada la de confiar exclusivamente a la razón subjetiva la estructuración de toda la realidad. Esto ha implicado una verdadera dictadura de la razón que ha intensificado o destruido otras formas de ejercicio de la razón como la razón sensible, simbólica y otras. El ideal que el «yo» va a perseguir irrefrenablemente será el de un progreso ilimitado, en el supuesto incuestionable de que los recursos de la Tierra son también ilimitados. Lo infinito del progreso y lo infinito de los recursos constituirán el a priori ontológico y el parti pris. Pero he aquí que después de quinientos años, nos hemos dado cuenta de que ambos infinitos son ilusorios. La Tierra es pequeña y finita. El progreso ha tocado los límites de la Tierra. No hay modo de sobrepasarlos. Ahora ha comenzado el tiempo del mundo finito. No respetar esta finitud implica inhibir la capacidad de reproducción de la vida en la Tierra y con esto poner en peligro la supervivencia de la especie. El tiempo histórico del capitalismo se ha cumplido. Llevarlo adelante costará tanto que acabará por destruir la sociabilidad y el futuro. De persistir en ese intento, se evidenciará el carácter destructivo de la irracionalidad de la razón. Lo más grave es que el capitalismo/individualismo ha introducido dos lógicas que están en conflicto: la de los intereses privados de los «yos», de las empresas, y la de los intereses colectivos del «nosotros», de la sociedad. El capitalismo es, por naturaleza, antidemocrático. No es nada cooperativo y es sólo competitivo. ¿Tendremos alguna salida? Con solo reformas y regulaciones, manteniendo el sistema, como quieren entre nosotros los neokeynesianos al estilo de Stiglitz, Krugman y otros, no. Tenemos que cambiar si queremos salvarnos. En primer lugar, es importante construir un nuevo acuerdo entre la razón objetiva y la subjetiva. Esto implica ampliar la razón y así liberarla del yugo de ser instrumento del poder-dominación. Ella puede ser razón emancipatoria. Para el nuevo acuerdo, urge rescatar la razón sensible y cordial para conjugarla con la razón instrumental. Aquella se ancla en el cerebro límbico surgido hace más de doscientos millones de años, cuando, con los mamíferos, irrumpió el afecto, la pasión, el cuidado, el amor y el mundo de los valores. Ella nos permite hacer una lectura emocional y valorativa de los datos científicos de la razón instrumental, que emergió en el neocórtex hace solamente 5-7 millones de años. Esta razón sensible despierta en nosotros el reencantamiento necesario por la vida y por la madre-Tierra, a fin de cuidar de ellas. Luego se impone una nueva centralidad: no más el interés privado sino el interés común, el respeto a los bienes comunes de la vida y de la Tierra destinados a todos. Después la economía necesita volver a ser aquello que por naturaleza es: garantía de las condiciones de la vida física, cultural y espiritual de todas las personas. A continuación, la política deberá construirse sobre una democracia sin fin, cotidiana e inclusiva de todos los seres humanos para que sean sujetos de la historia y no meros asistentes o beneficiarios. Por último, un nuevo mundo no tendrá rostro humano si no se rige por valores ético-espirituales compartidos, basados en la contribución de las muchas culturas junto con la tradición judeocristiana. Todos estos pasos tienen mucho de utópico. Pero sin la utopía nos hundiríamos en el pantano de los intereses privados y corporativos. Felizmente, por todas partes repuntan ensayos anticipadores de lo nuevo, como la economía solidaria, la sostenibilidad y el cuidado vividos como paradigmas de perpetuación y de reproducción de todo lo que existe y vive. No renunciamos al anhelo ancestral de la comensalidad: todos comiendo y bebiendo juntos como hermanos y hermanas en casa.
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