Si algo variaba nuestra mala situación económica era sólo para agravarse. Como un viento muy fuerte que hubiera entrado por la ventana, la falta de dinero fue llevándose objetos –
Se vende máquina de coser–, sabores –
Compras bolillo y telera nada más–, motivos de alegría –
Ya tienes una muñeca, ¿para qué quieres otra?
Cuando te vi con el saco que era de tu papá, que en paz descanse, me pareció que era él y no tú quien llegaba a visitarnos.
En los constantes malos tiempos poco a poco las celebraciones familiares comenzaron a simplificarse hasta casi desaparecer. Para los onomásticos y los cumpleaños se suspendieron las comidas especiales con invitados. Ese lujo fue sustituido por una merienda a base de chocolate en agua y, entonces sí, pan dulce. El festejado en vez de cuelgas recibía un abrazo, un beso; escuchaba la frase invariable –
Que vivas muchos años– y una promesa que apenas dicha adquiría la condición de incumplida:
El próximo agosto ya verás que sí te hacemos tu fiestecita.
En cuanto a los domingos, dejaron de ser días especiales y emocionantes por la perspectiva de una excursión, una ida al cine o a la nevería y se volvieron tan uniformes y desabridos como el resto de la semana larga, vivida desde el zaguán frente al que pasaban historias tal vez como la nuestra.
De otras cosas también nos privaron los malos tiempos: dejamos de asistir a las bodas, los bautizos y en general a todas las reuniones a las que nos invitaban nuestros vecinos o nuestros parientes. El argumento para faltar era irrebatible:
No podemos presentarnos con las manos vacías. Al ejercer ese principio que nos mantuvo cada vez más aislados mis padres pretendían ocultar en algo nuestra penuria. Nunca mejoró. En mi recuerdo tiene sabor a caldo de habas condimentado con una ramita de cilantro.
II
Seguros de que la mejor herencia para un hijo es darle estudios, mis padres procuraron contra viento y marea mandarnos a la escuela. En los días previos realizábamos lo que aún me parece una ceremonia maravillosa: la compra de útiles escolares. Para cumplir con ese deber estaban dispuestos a nuevos sacrificios y a pasar por encima de su orgullo pidiendo prestado, rematando algún último bien o yendo al Monte de Piedad para empeñar lo único de valor que poseía mi madre: los aretes de filigrana con perlas de río, una caja de madera aromática con incrustaciones de concha y un rebozo de seda que había pertenecido a su hermana mayor.
Protegidos por la magia del tiempo y los recuerdos, esos objetos permanecían guardados bajo llave. Eran intocables aun durante las semanas en que mi padre no conseguía ni siquiera un trabajo temporal en el rastro o en algún comercio; pero en cuanto se acercaba el nuevo ciclo escolar salían de su escondite para llevarlos al Monte de Piedad.La encargada de hacerlo siempre era mi madre, porque estaba segura de que los valuadores eran más generosos con las mujeres. Antes de irse para hacer el trámite acariciaba sus tesoros y repetía la historia de los aretes, la caja y el rebozo. Mi hermana y yo la acompañábamos con la esperanza de que de regreso a la casa nos detuviéramos en algún puesto para tomar un jugo de naranja: todo el Sol en un vaso.
En cuanto entrábamos en la casa iba a guardar la boleta de empeño en el mismo sitio en donde habían estado sus tesoros: tres objetos que simbolizaban otros tantos momentos memorables de su vida. De inmediato, como una niña que repasa su primera lección, repetía la fecha de refrendo seguida de una frase:
Tardábamos mucho en elegir a cuál papelería entrar, pero cuando al fin optábamos por una empezaba lo mejor. Envueltas por el olor del papel y de la goma, nos inclinábamos sobre los mostradores para ver, a través del cristal, pliegos de diferentes calidades y tonos, forros, etiquetas, tijeras, juegos de geometría, atados de lápices amarillos con la punta plomiza reluciente, cargada de palabras aún no escritas.
La oferta de cuadernos era amplia. Comprarlos con las hojas blancas, de cuadrícula grande o chica, de simple o doble raya dependía del grado que cursáramos. Junto estaban las libretas de pastas marmoleadas que tanto codiciábamos. Para el final quedaba siempre la elección de las cajas de colores. Una vez mi madre nos sugirió que tomáramos un estuche decorado con el dibujo de un príncipe azul que cabalga sobre un caballo blanco y lleva en andas a una princesa rumbo a un castillo lejano y hermoso. Me sorprendió mucho ver la expresión alegre, infantil de mi madre mientras repasaba con el índice el idílico dibujo. No me atreví a preguntarle en qué pensaba, pero con su gesto me respondió la pregunta que jamás había podido contestarme:
Terminada la compra oíamos las recomendaciones de siempre:
Que no se me olvide, que no se me olvide porque entonces sí, ¿qué hacemos el año que entra, con qué le compro a mis criaturas los útiles para que vayan a la escuela?
III
La adquisición de los útiles nos tomaba dos o tres tardes. Empezaba con el recorrido por las calles de las papelerías. Junto a las puertas de todos los comercios los dependientes procuraban atraer compradores mencionando nuevos productos y ofertas. Cada pregonero aspiraba a que su voz sobresaliera con el resultado de que al fin sólo oíamos un griterío desordenado.
Era divertido, pero no tanto como detenerse ante los aparadores. Muchos tenían al fondo un telón en donde estaban dibujados un cielo ideal, la escuela ideal y dos niños ideales –siempre rubios y chapeados– que caminaban por el sendero ideal con una mochila en los hombros que era la última novedad. Por más que junto hubiese una cartulina señalando el buen precio, ese objeto no nos interesaba porque no íbamos a necesitarlo: mi madre nos hacía, con tela de cotí, los morralitos en que a lo largo del año íbamos a transportar nuestros útiles escolares.Tardábamos mucho en elegir a cuál papelería entrar, pero cuando al fin optábamos por una empezaba lo mejor. Envueltas por el olor del papel y de la goma, nos inclinábamos sobre los mostradores para ver, a través del cristal, pliegos de diferentes calidades y tonos, forros, etiquetas, tijeras, juegos de geometría, atados de lápices amarillos con la punta plomiza reluciente, cargada de palabras aún no escritas.
La oferta de cuadernos era amplia. Comprarlos con las hojas blancas, de cuadrícula grande o chica, de simple o doble raya dependía del grado que cursáramos. Junto estaban las libretas de pastas marmoleadas que tanto codiciábamos. Para el final quedaba siempre la elección de las cajas de colores. Una vez mi madre nos sugirió que tomáramos un estuche decorado con el dibujo de un príncipe azul que cabalga sobre un caballo blanco y lleva en andas a una princesa rumbo a un castillo lejano y hermoso. Me sorprendió mucho ver la expresión alegre, infantil de mi madre mientras repasaba con el índice el idílico dibujo. No me atreví a preguntarle en qué pensaba, pero con su gesto me respondió la pregunta que jamás había podido contestarme:
Mamá, ¿cómo eras de niña?
Terminada la compra oíamos las recomendaciones de siempre:
Cuiden mucho sus útiles, no desperdicien hojas, no rompan los forros, no pierdan sus colores. Pese a nuestros buenos propósitos, mi hermana y yo llegábamos al fin de año con los cuadernos deshojados y sin forro, el transportador partido y el compás sin su tornillo. Lo único que permanecía impecable era el estuche de colores. Sobre su tapa continuaban sonriendo el príncipe y la princesa que, montados en un caballo blanco, seguían su ruta hacia la felicidad.
No hay comentarios:
Publicar un comentario