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jueves, 28 de agosto de 2014

Novena Audiencia Oscar Hernández Neri


27 de Agosto  del 2014
 
               




               
 
                Llevo casi cuatro meses viviendo la cansada espera de salir, para abrazar a mis compañeros y compañeras del plantón y a los que se han empeñado todos los días por mi libertad. Una espera a veces tensa, a veces dolorosa, en la que no me atrevo a pensar futuros, no sea que se me concedan.  Aquí no se desea ningún mañana. Y sin embargo hay mucho por hacer.
 
                La cárcel, hoy lo sé, es totalmente diferente a lo que nos dicen allá afuera; más película que cualquier película; cuento de terror en el que cada personaje quiere  no serlo porque su guión era otro: una novela intensa, fuerte, pero en extremo aburrida, monótona, escenario en el que los dramas cotidianos se entretejen con la rebelde valentía de los delincuentes, los reales rateros, los homicidas, y con la sumisa aceptación del abuso; leones indómitos, pendencieros, provocadores, convertidos en ratones ínfimos ante la autoridad que les somete.
 
                Pero lo comprendo, porque saben a qué destinos oscuros se enfrentan. En la cárcel , el sitio donde se aplica la “ley”, donde se castiga el delito y se “ejerce la acción penal”, impera lo no escrito, lo clandestino, lo que no debe salir más allá de sus torres y exclusas: el miedo, al castigo, la tortura…la monarquía de cada custodio, cada comandante y del director, su arbitrio aberrante, regulado en las letras de códigos y reglamentos, pero suelto y silvestre, en las celdas, los pasillo, los tramites, los días, las noches y las madrugadas de la lista.
 
                Lo estoy viviendo.
                Ayer estaba corriendo en la pequeña cancha de básquet que tienen la llamada “área verde”, donde se alojan los funcionarios públicos presos y los que pagan para no ir a la sección de procesados, así como los internos de nuevo ingreso, dos celdas con cinco camarotes cada una, donde me tiene a mí, pero donde se encuentra el mayor hacinamiento pues llegan a ubicarse ahí hasta treinta por celda. Llegó el director, hizo su recorrido y antes de salir dio órdenes al guardia: encierra a los ingresos, también al profesor, no los dejes pasar, solo a comer, bañarse y que se regresen. Lo que eso significa es confinarnos al suplicio del encierro saturado a la infame competencia del aire, del espacio de la atmosfera inundada de cigarro, de tensiones, juegos violentos y somnolencia desesperante.
               
                El director me la está aplicando, está ofendido y tiene sed de desquite. Le molesta el plantón, le enfada que me visiten el martes mis compañeros (por un acuerdo político con el gobierno estatal); le agrede que en cinco ocasiones le he pedido distintas cosas: libros, paso para la biblioteca y la escuela, tramites de mis visitas, posibilidad para usar una computadora, mantenimiento a los teléfonos.
Todo es negativo, obviamente.
 
                Le irrita mi queja en Derechos Humanos, por la comida insuficiente y lastimera, por el cacheo denigrante de los custodios; le ha dolido mi denuncia de la tortura del que fue objeto Jesús Noé poniéndolo al borde de la muerte por un grupo de custodios. Cuando le informé que los sábados un grupo de personas venden los lugares a las visitas dijo que su responsabilidad está de las puertas hacia adentro, deslindándose de lo que pase afuera, aún con los familiares de los presos, mismos que de algún modo deben entrar “desde afuera”.
                Pero más le purga que haya tomado la palabra en la orden pública que dio reuniéndonos a todos los del dormitorio para anunciar su intención de convertirnos en una cárcel modelo donde habría organización, instalaciones, horarios y actividades modelo, habría charolas para comer, asistencia médica y estricta vigilancia para que no entre ningún sentenciado al área  Verde. Yo dije algo sencillo: que no hay agua todo el día, ni todos los días, como para lavar la ropa con un rol, y que las celdas de ingresos tiene un hacinamiento tal que requiere flexibilidad para colgar y acomodar cosas, cobijas, trastes (cacharros), garrafones y gente. No era cosa del otro mundo, era de sentido común.
 
                Por colgar ropa en una ventana y en una malla, el director ha mandado a castigo a dos ex policías. El castigo es un encierro que atormenta,  que vulnera la salud, que acicala ilegalmente por el autoritarismo desmedido de una persona que se erige como el emperador que decide el destino de presos, empleados de las áreas (psicología, trabajo social, educación, médica) y guardias, y que se solaza con el sufrimiento y la humillación.
 
                Hacer públicas estas líneas me ponen en riesgo, pero es de lo mucho que se puede hacer. Se puede abrir la ventana para que entre un rayo  de sol en esta hedionda noche; es un intento  de estar vigente afuera para no perecer en el  silencio cómplice de adentro.
 
                Los que somos inocentes, y habemos muchos  (aquí nos llaman “Pablos”) mordemos con indignación cada bocado que llega a las muelas, mismas que se  me están cayendo, y dormimos rebeldes, cercanos cada vez más al sueño eterno; nos arriesgamos  a la ira de la bestia y a que nos peguen más  con los resolutivos, los dictámenes y las sentencias del juicio.
 
                La cárcel y sus verdugos, la prisión y sus jueces, las leyes y sus prácticas ocultas,  continúan siendo la materia a aprobar, a sobrevivir en esta universidad forzosa, en esta lección de existencia a la que todos pueden caer en cualquier momento si no mejoramos el sistema de justicia.
 
                La delincuencia acecha, la inseguridad está en nuestro derredor, y por desgracias, muy, muy lejos, la garantía de que las leyes y las políticas nos defiendan imparcialmente.
 
                Compañeros profesores y estudiantes, ayúdenme a difundir esto que pasa; cuantos más se enteren, más claro será nuestro aire al respirar.
 
 
                Un abrazo!
 
 
Oscar Hernández Neri

               

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