No son pocos los beneficiados con los proyectos sociales que declaran: «me siento orgulloso, no porque ahora puedo comer mejor y viajar en avión, cosa que antes no podía hacer, sino porque ahora he recuperado mi dignidad». Ese es el más alto valor político y moral que un gobierno puede presentar: no solo garantizar la vida del pueblo, sino hacerle sentirse digno, participante de la sociedad.
Ningún gobierno anterior en nuestra historia consiguió esta hazaña memorable. No había condiciones para realizarla porque nunca hubo interés en hacer de las masas explotadas de indígenas, esclavos y colonos pobres, un pueblo consciente y actuante en la construcción de un proyecto-Brasil. Lo importante era mantener la masa como masa, sin posibilidad de salir de la condición de masa, pues así no podría amenazar el poder de las clases dominantes, conservadoras y altamente insensibles a los padecimientos del prójimo. Esas élites no aman a la masa empobrecida, pero tienen pavor de un pueblo que piensa.
Para conocer esta anti-historia aconsejo a los políticos, a los investigadores y a los lectores que lean el estudio más minucioso que conozco: La política de conciliación: historia cruenta e incruenta, un largo capítulo de 88 páginas del clásico Conciliação e reforma no Brasil de José Honório Rodrigues (1965 pp. 23-111). En él se narra cómo la dominación de clase en Brasil, desde Mende de Sá hasta los tiempos modernos, fue extremadamente violenta y sanguinaria, con muchos fusilamientos y ahorcamientos y hasta guerras oficiales de exterminio dirigidas contra tribus indígenas, como contra los botocudos en 1808.
También sería falso pensar que las víctimas tuvieron un comportamiento conformista. Al contrario, reaccionaron también con violencia. Fue la masa indígena y negra, mestiza y cabocla la que más luchó y fue cruelmente reprimida, sin ninguna piedad cristiana. Nuestro suelo quedó empapado de sangre.
Las minorías ricas y dominantes elaboraron una estrategia de conciliación entre sí, por encima de la cabeza del pueblo y contra el pueblo, para mantener la dominación. La estratagema fue siempre la misma. Como escribió Marcel Burstztyn (O pais da alianças: as elites e o continuismo no Brasil, 1990): «el juego nunca cambió; apenas se barajaron de otra manera las cartas de la misma y única baraja».
Fue a partir de la política colonial, continuada hasta fecha reciente, cuando se lanzaron las bases estructurales de la exclusión en Brasil, como lo han reflejado grandes historiadores, especialmente Simon Schwartzman con su Bases do autoritarismo brasileiro (1982) y Darcy Ribeiro con su grandioso O povo brasileiro (1995).
Existe, pues, con raíces profundas, un desprecio hacia el pueblo, nos guste o no. Ese desprecio alcanza al nordestino, tenido por ignorante (cuando a mi modo de ver es extremadamente inteligente, vean sus escritores y artistas), a los afrodescendientes, a los pobres económicos en general, a los moradores de favelas (comunidades), y a aquellos que tienen otra opción sexual.
Pero gracias a las políticas sociales del PT irrumpió un cambio profundo: los que no eran comenzaron a ser. Pudieron comprar sus casas, su cochecito, entraron en los centros comerciales, viajaron en avión en gran número, tuvieron acceso a bienes antes exclusivos de las élites económicas.
Según el investigador Márcio Pochmann en su Atlas da Desigualdade social no Brasil: el 45% de todo el ingreso y la riqueza nacionales se lo apropian solamente 5 mil familias extensas. Estas son nuestras élites. Viven de rentas y de la especulación financiera, por lo tanto, ganan dinero sin trabajo. Poco o nada invierten en la producción para fomentar un desarrollo necesario y sostenible.
Ven, temerosas, la ascensión de las clases populares y de su poder. Estas invaden sus lugares exclusivos. En el fondo, comienza a haber una pequeña democratización de los espacios.
Esas élites han formado actualmente un bloque histórico cuya base está formada por los grandes medios de comunicación empresariales, periódicos, canales de radio y de televisión, altamente censuradores del pueblo, pues le ocultan hechos importantes, banqueros, empresarios centrados en los beneficios, poco importa la destrucción de la naturaleza, e ideólogos (no son intelectuales) especializados en criticar todo lo que ven del gobierno del PT y en proporcionar superficialidades intelectuales en defensa del statu quo.
Esta constelación anti-popular y hasta anti-Brasil suscita, nutre y difunde odio al PT como expresión del odio contra aquellos que Jesús llamó “mis hermanos y hermanas menores”.
Como teólogo me pregunto angustiado: en su gran mayoría esas élites son de cristianos y de católicos. ¿Cómo combinan esta práctica perversa con el mensaje de Jesús? ¿Qué es lo que enseñan las muchas universidades católicas y los cientos de escuelas cristianas para permitir que surja ese movimiento blasfemo, pues alcanza al propio Dios que es amor y compasión y que tomó partido por los que gritan por vida y por justicia?
Pero entiendo, pues para ellas vale el dicho español: entre Dios y el dinero, lo segundo es lo primero. Infelizmente.
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