Prosperidad con o sin crecimiento
2012-10-05
La crisis ecológico-social que se extiende por todos los países nos está
obligando a repensar el crecimiento y el desarrollo, como sucedió en la Río+20.
Sentimos empíricamente los límites de la Tierra. Los modelos hasta ahora
vigentes se muestran insostenibles.
Por esta razón, muchos analistas afirman: los países desarrollados deben
superar el fetiche del desarrollo/crecimiento sostenible a toda costa.
Ellos no lo necesitan porque han conseguido prácticamente todo lo necesario para
una vida decente y libre de necesidades. Por eso, en lugar de
crecimiento/desarrollo se impone una visión ecológico-social: la prosperidad
sin crecimiento (mejorar la calidad de vida, la educación, los bienes
intangibles). Por el contrario, los países pobres y emergentes necesitan
prosperidad con crecimiento. Ellos tienen urgencia de satisfacer las
necesidades de sus poblaciones empobrecidas (80% de la humanidad).
Ya no es sensato perseguir el propósito central del pensamiento económico
industrialista/consumista/capitalista que planteaba la pregunta: ¿cómo ganar
más?, y que suponía la dominación de la naturaleza en vista del beneficio
económico.
Ahora ante la realidad que ha cambiado, la pregunta es otra: ¿cómo
producir, viviendo en armonía con la naturaleza, con todos los seres vivos,
con los seres humanos y con el Trascendente?
En la respuesta a esta pregunta se decide si hay prosperidad sin crecimiento
para los países desarrollados y con crecimiento para los pobres y
emergentes.
Para comprender mejor esta ecuación es ilustrativo distinguir cuatro tipos de
capital: el natural, el material, el humano y el espiritual. En la
articulación de los cuatro se genera la prosperidad con o sin crecimiento. El
capital natural está formado por los bienes y servicios que la naturaleza
ofrece gratuitamente. El capital material es el producido por el trabajo
humano. Y aquí hay que considerar bajo qué condiciones de explotación humana y
de degradación de la naturaleza ha sido construido. El capital humano
está formado por la cultura, las artes, las visiones de mundo, la cooperación,
realidades pertenecientes a la esencia de la vida humana. Aquí es importante
reconocer que el capital material ha sometido al capital humano a
distorsiones pues también ha hecho mercancía de los bienes culturales. Como
denunció recientemente David Yanomami, chamán y cacique, en un libro lanzado en
Francia y titulado La caída del cielo: «vosotros, blancos, sois el pueblo
de la mercancía, el pueblo que no escucha la naturaleza porque solo se interesa
por beneficios económicos»(desinformemonos.org).
Lo mismo se debe decir del capital espiritual. Pertenece también a la
naturaleza del ser humano que se pregunta por el sentido de la vida y del
universo, lo que podemos esperar más allá de la muerte, los valores de
excelencia como el amor, la amistad, la compasión y la apertura al
Transcendente. Pero debido al predominio de lo material, lo
espiritual se encuentra anémico y todavía no puede mostrar toda su
capacidad de transformación y de creación de equilibrio y de sustentabilidad a
la vida humana, a la sociedad y a la naturaleza.
El desafío que se presenta hoy es: cómo pasar del capital material al
capital humano y espiritual. Lógicamente, lo humano y lo espiritual no
eximen del capital material. Necesitamos un cierto crecimiento material
para garantizar, con suficiencia y decencia, el sostenimiento material de la
vida.
Sin embargo, no podemos restringirnos a un crecimiento con prosperidad porque
éste no es un fin en sí mismo. Se ordena al desarrollo integral del ser
humano.
Modernamente, fue Amartya Sen, el indio y premio Nobel de economía de 1998,
quien mejor nos ayudó a comprender lo que es el desarrollo humano, capaz de ser
sostenible y traer prosperidad. El título de su libro define ya la tesis
central: Desarrollo como libertad (Companhia das Letras 2001). El autor
se sitúa en el corazón del capital humano al definir el desarrollo como
«el proceso de expansión de las libertades sustantivas de las personas» (p.
336).
El brasilero Marcos Arruda, economista y educador, presentó también un
proyecto de educación transformadora a partir de la praxis y como ejercicio
democrático de todas las libertades (Educación para una economía del amor:
educación de la praxis y economía solidaria, Idéias e Letras 2009).
No se trata solamente de atender a la nutrición y la salud, condiciones de
base para cualquier prosperidad, lo decisivo reside en transformar al ser
humano. Para Amarthya Sen y para Arruda son fundamentales para eso la
educación y la democracia participativa. La educación no para ser
secuestrada como un artículo de mercado (profesionalización), sino como la forma
de hacer surgir y desarrollar las potencialidades y capacidades del ser humano,
cuya «vocación ontológica e histórica es ser más... lo que implica un superarse,
un ir más allá de sí mismo, un activar los potenciales latentes en su ser»
(Arruda, Educación para una economía del amor,103).
El crecimiento/desarrollo que busca la prosperidad supone entonces la
ampliación de las oportunidades de modelar la vida y definirle un destino. El
ser humano se descubre un ser utópico, es decir, un ser siempre en construcción,
habitado por un sinnúmero de potencialidades. Crear las condiciones para que
ellas puedan salir a la luz y sean implementadas es el propósito del desarrollo
humano como prosperidad.
Se trata de humanizar lo humano. Al servicio de este propósito están los
valores ético-espirituales, las ciencias, las tecnologías y nuestros modos de
producción. La forma política más adecuada para propiciar el desarrollo humano
sostenible y próspero es, según Sen y Arruda, al lado de la educación, la
democracia participativa. Todos deben sentirse incluidos para, unidos,
construir el bien común.
Este capital humano y espiritual cuanto más se usa más crece, al contrario
del capital material que cuanto más se usa más disminuye. Tal vez sea este el
gran legado de la crisis actual.
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