El viernes pasado, la Comisión de Puntos Constitucionales de la Cámara de Diputados aprobó el proyecto de reformas al artículo 3º de la Constitución enviado al Congreso por Enrique Peña Nieto, que en su parte central plantea la creación de un
A reserva de lo que suceda en San Lázaro el próximo martes –cuando se prevé que el dictamen referido sea votado por el pleno–, la iniciativa presidencial en materia educativa reviste algunos aspectos preocupantes.servicio profesional docente, según el cual el acceso, la permanencia y los ascensos de los profesores dentro del sistema de educación pública estarían vinculados a mediciones respecto de su desempeño.
Salta a la vista, por principio de cuentas, que el proyecto de reforma tenga como eje fundamental la evaluación constante del personal docente –medida que es en principio irreprochable, y que incluso es respaldada por el grueso del magisterio del país–, sin que al mismo tiempo contemple un viraje en el enfoque reduccionista y tecnocrático vigente en ese rubro, que consiste en equiparar la evaluación con la simple medición de indicadores del desempeño académico y que en años recientes se ha valido de la aplicación de pruebas estandarizadas tanto a maestros como a alumnos: dicho diseño ha sido objeto de duras críticas por diversos especialistas en la materia, en la medida en que los exámenes referidos no toman en cuenta las diferencias sociales, culturales y económicas que afectan al proceso de enseñanza y no permiten, por tanto, conocer los factores que debilitan o fortalecen el aprendizaje de los educandos ni ponderar, en consecuencia, las verdaderas capacidades pedagógicas de los docentes.
Pero acaso el punto más criticable de la reforma comentada sea que en ella se insiste en presentar a los profesores como los responsables últimos y casi exclusivos de las deficiencias existentes en el sistema de enseñanza a cargo del Estado, lo que genera una doble distorsión en la comprensión pública del problema: por un lado, se les somete a presiones y ataques injustificables –incluso en el terreno de sus derechos y estabilidad laboral– que son totalmente ajenos a sus responsabilidades de formación; por el otro, se pasan por alto factores determinantes de la problemática, como la corrupción, la inequidad y el rezago social, el abandono presupuestario, la incidencia de los poderes fácticos –particularmente los medios de comunicación– y la compleja relación de los últimos años entre autoridades federales y la cúpula charra que controla el magisterio.
Un punto de referencia ineludible en el contexto de esta discusión es la situación que enfrenta Estados Unidos, país pionero y principal impulsor de este tipo de reformas basadas en la
evaluación docente, y en el que hoy día persisten a pesar de todo graves rezagos y un descontento generalizado por parte de los profesores por la aplicación de una política a todas luces fallida, que los ha colocado a merced del escarnio social y mediático y de la inestabilidad laboral. Peor aun: el empeño político-empresarial por reformar el sistema educativo estadunidense sin atender los distintos ejes de desigualdad involucrados en ese ámbito ha terminado por revelarse como una embestida en contra de la escuela pública y a favor de la creación de oportunidades de negocio para particulares en el
mercado de la educación.
Sería desastroso que la reforma presentada por Peña Nieto termine por volverse una ventana por la que se cuelen nuevos ataques a la enseñanza pública. Por lo pronto, el propio equipo presidencial mostró una falta de visión y sensibilidad difícilmente compatible con el propósito de
recuperar la rectoría del Estado en materia educativa, al diseñar una estrategia de mejoramiento para la educación sin tomar en cuenta al eslabón más importante de la cadena: los docentes. Es necesario que dicha omisión se corrija, y que la presente administración se conduzca, también en ese ámbito, con actitudes incluyentes y transparentes.
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