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sábado, 3 de agosto de 2013

La educación: esperanza que desilusiona Eduardo Suárez

Para cualquier problema, la educación parece ser el único remedio verdadero. Si los trabajadores y empleados desarrollaran más y mejores habilidades; si los jóvenes tuvieran conocimientos pertinentes para un futuro más prometedor; si los marginados tuvieran acceso a la cultura y la información; si la sociedad cambiara los antivalores que ensalzan a pillos y asesinos como si fueran héroes, otro gallo cantaría. Habilidades, conocimientos y valores, la carísima medicina de una educación que no previene, que no cura, que ni siquiera alivia.
Éste es el panorama desolador que el libro de Moisés y Jaime Salinas Fleitman, “Tú hijo en el centro, Una nueva visión educativa para la era digital”, enfrenta; para desmitificarlo, resituarlo y explicarlo sobre las bases de un optimismo racional. Los Salinas Fleitman buscan devolver a la educación lo que ha perdido: la esperanza de lo verdaderamente posible.
Ricardo Raphael –escritor, académico, miembro de la Coalición Ciudadana por la Educación y autor del prólogo del libro– destaca algunos de los graves problemas de nuestra formación escolar: un ambiente académico dispuesto al autoritarismo, un sistema que no tiene a los estudiantes en su corazón, docentes avasallados por sus jefes administrativos, sindicatos de rancia corrupción, una pedagogía anticuada y dirigida más a la domesticación de la persona que a su desarrollo completo. Y lo que se requiere, para recuperar la esperanza en la educación, es cambiar su esencia, dice Raphael, el centro filosófico de nuestros esfuerzos educativos.
Para “Tu hijo en el centro”, el problema es el paradigma didáctico anticuado y poco relevante para la era en que vivimos, con una escuela tradicional inefectiva e inoperante. Y para lograrlo, nos dicen, es necesaria una enorme palanca: la intervención directa y comprometida de todos y cada uno de nosotros. Para eso escribieron su libro, para indicar qué debe cambiar y cómo lo podemos lograr. Es éste un libro no sólo iluminador sino predominantemente práctico.
Para que podamos entrarle a este toro bronco y esquivo, el libro ofrece primero un asidero conceptual para domarlo. En su introducción, la obra de los Salinas Fleitman deja claro el problema. Durante la Revolución Industrial, que terminó a finales del siglo XIX, el modelo del aprendiz trabajando cercanamente con el maestro gremial quedó obsoleto. Fue necesario entrenar masivamente a los trabajadores que las fábricas necesitaban. Se creó entonces la escuela tal y como la conocemos: grupos por edades, espacios uniformes como talleres y contenidos iguales, centrados en habilidades muy básicas de aritmética y escritura. Ahora, más de un siglo después, vivimos otra revolución, la digital, y la queremos encarar con la misma escuela fabril. Hoy es necesario más que las habilidades para contar tuercas y firmar una hoja de requisición; para manejar información en una computadora es indispensable mucho más. Pero seguimos anclados en un pasado muy lejano. Es insensato.
Desde entonces, la educación dejó de ser una preocupación de filósofos y pensadores para convertirse en un fértil campo de investigación. Ahora se conoce que para aprender no es posible ser un receptor del conocimiento, y que para enseñar no sirve intentar ser un transmisor. Y a pesar de esto, seguimos con la escuela fabril, que funcionó desde estos supuestos. Esto no es insensatez, es un disparate.
Se ha demostrado que a las pocas semanas de haber estado en una clase de este tipo, el aprendiz lo ha olvidado casi todo. Se sabe también que la mejor manera de aprender es cuando la motivación viene del interior del aprendiz, la llamada motivación intrínseca. Y nuestro sistema se maneja por medio de varas y zanahorias, las calificaciones, la llamada motivación extrínseca. El disparate raya en demencia.
En pocas palabras, se sabe que para aprender la estudiante debe ser un agente activo de su propio aprendizaje. Lo que ocurre cuando es significativo, esto es, que parte de sus conocimientos previos y de sus propios intereses. Y como todas tenemos conocimientos e intereses diferentes, la transmisión es imposible. Lo único que puede ocurrir es que cada quien construya su conocimiento. La escuela fabril no tiene una propuesta para esta realidad. Se requiere un nuevo tipo de modelo educativo, uno que responda a lo encontrado en la investigación. Se llama constructivismo.
Este término, que no es exactamente una teoría del aprendizaje, resume la postura: construcción individual del aprendizaje bajo la motivación intrínseca y a partir de conocimientos e intereses propios. No pretende que toda construcción sea válida; el lenguaje y la cultura son determinantes. En otras palabras, la realidad existe y lo que se requiere es hacer mapas lo más cercanos posible al terreno que todos pisamos.
A partir de los supuestos del constructivismo, es posible encontrar lo que está mal en los salones de nuestras escuelas, y entender por qué. El primer problema, nos dicen los Salinas Fleitman, es que la escuela no se ocupa de problemas auténticos sino académicos. Por eso es fácil recordar a algún compañero que sacaba dieces y no llegó muy lejos. Es fácil ver por qué: en la escuela se hace énfasis en memorizar y entender, mientras que en la vida es más útil aplicar, crear y valorar. Otro ejemplo de lo que está mal: en la vida equivocarse es la fuente del acierto; en la escuela los niños aprenden que equivocarse es lo peor que pueden hacer. Les cuesta separarse de la opinión del profesor para ser pensadores creativos e independientes.
El peor caso es el de la evaluación, que es la información que se necesita para saber si se está aprendiendo o no. Se evalúa para tomar decisiones acerca de la mejor manera de aprender. Pero en la escuela no se realiza así, se hace para premiar o castigar. Y lo que se premia es que repitan lo que su profesora sabe. Los alumnos creativos y autónomos serán casi siempre reprobados.
Además, para evaluar se recurre a exámenes, a verificar que los alumnos puedan recordar lo que escucharon en clase. Y para hacerlo se utilizan calificaciones, números totalmente arbitrarios, asignados por un juez que también es parte: el docente. Se evalúa lo que no es pertinente y se hace con instrumentos poco válidos y poco confiables. Además, en la evaluación se obliga a competir por la zanahoria, lo cual es injusto por la variabilidad del ser humano, y contraproducente, porque le da la al traste a un aprendizaje esencial: el de la colaboración. La locura se convierte en aullido trastornado y lastimoso que reclama una piadosa camisa de fuerza.
¿Cuáles son las alternativas? La primera, dejar de hacer lo mismo cuando se sabe que es una locura. La obligación es innovar. Luego se puede pensar en contenidos pertinentes y significativos, en dejar fuera la amenaza, en actividades interesantes y productivas, en la colaboración, y en mostrar que el conocimiento se encuentra al alcance de todos.
El libro de los Salinas Fleitman está lleno de sugerencias prácticas, como promover las tutorías y el trato personalizado, establecer metodologías de resultados comprobados, como la enseñanza recíproca y anclada, así como el aprendizaje activo, significativo y colaborativo. Para la evaluación, muestran que el camino no es comparar a una estudiante con otro, sino al estudiante consigo mismo, por medio de portafolios de evidencia, con las tecnologías que prefieren los estudiantes de hoy: tablets, laps y teléfonos inteligentes.
En resumen, el enorme valor del libro radica en su señalamiento de la falta de pertinencia que existe entre los modelos educativos y nuestra realidad actual. Entre la escuela fabril y la era digital. Pero es mucho lo que podemos intentar. Dejemos de hacer lo mismo y esperar resultados diferentes, por ejemplo. Recuperemos la esperanza. Por necesidad, por obligación, por simple cordura.

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