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martes, 18 de agosto de 2015

Reconocer mi rostro, es reconocer el de los otros, encarnar una educación humanizada Roselia Vázquez

Hablar sobre mí, de mi experiencia docente, es indagar sobre la manera en que esta se ha constituido, es poner en el centro elementos insospechados: miradas, expresiones, dolor, coraje, posibilidad, denuncia, apuestas, solidaridad, contexto, el “otro”. Definitivamente, implica hacer un ejercicio de memoria personal, buscar en los resquicios de historia mi presencia, echar una mirada al pasado con toda la carga emotiva que implicaban aquellos días en Oaxaca, en mi paso por la primaria, situarme en mi pueblo Chontecomatlán con sus días soleados, recordar los rostros de maestros y compañeros.

Recuerdo sobre todo, que mi presencia estuvo prensada por un no querer tener mi imagen personal ordenada, ni en su sitio, una especie de denuncia me colmaba, siempre andaba un poco despeinada, y por esta razón me gane el apelativo de greñuda o mechuda. Frecuentemente andaba con los pies cubiertos de tierra, que ganaba cada vez que caminaba. Recuerdo tener pocos vestidos, los que tenía estaban hechos por las manos de mi madre y de mis tías, también recuerdo los huaraches de plástico de color negro, eran los más baratos, pero también los más prácticos para andar. Mi cuerpo menudito, con una constante mirada llena de sentimientos encontrados, sobre todo de un sentimiento llamado indignación. Dos rostros me constituían, el de mi padre, siempre firme, disciplinado, enfadado casi siempre. Un rostro de expresión dura, ojos fijos y cuestionadores, pocas sonrisas, cejas arqueadas. El de mi madre, un tono amable, un rostro iluminado, sonrisas, ojos expresivos, sencillos y sinceros, siempre presta a comprender, a escuchar, a estar con el otro. Así, hablando de rostros, recuerdo uno en especial, ese rostro me marcó y fue detonador en delante de la decisión y preparación como docente. Es la historia del maestro Manuel, de mis compañeros, de la mía, él era el profesor de cuarto grado de primaria. Su rostro me generaba miedo y coraje, de figura delgada, de estatura mediana, vestía siempre camisa de cuadros, pantalón de mezclilla y botas puntiagudas, mirada fija, cejas pobladas, boca pequeña, nariz chata. Fue un rostro que no solo reflejaba angustia sino rechazo y desagrado por sus alumnos, por la vida misma, ese semblante me recordaba al de mi padre cuando estaba enfadado.  Recuerdo uno de esos días de terror gratuito, el profesor Manuel había planeado una clase de matemáticas, la dinámica era pasar al frente y como sí se tratará de un rezo, teníamos que memorizar en voz alta la tabla de multiplicar, del uno al nueve. Por cada error cometido era una ofensa verbal y un golpe fuerte en tus manos con una varita de árbol de durazno. Ese día, el rostro de mis compañeros y amigos  empalidecieron, y se escurrieron. Sin embargo, fue contradictorio, porque al unísono nos mirábamos con solidaridad, cada mirada llevaba la incomprensión de la inocencia, que no entendía las razones lógicas, ni las causas que se tenían para realizar el fatal ejercicio de violencia  para con los amigos, fue un querer estar ahí sintiendo el dolor del otro, querer disminuir con nuestros propios cuerpos la desgarradora violencia, la impotencia y la injusticia que allí se ejercía a manos del profesor. Con la mirada buscábamos no equivocarnos, pero el temor nos cercó, pues al pasar al frente y ver la mirada intimidante del profe, se producía rápidamente la equivocación. Tal vez, le hacíamos saber a la vida, que tan equivocados estábamos todos, el  profe por  su obstinada violencia y nosotros por aceptarla sin reparos. Así que lo recuerdo con claridad, siete fueron mis errores y siete dolorosos varazos recibí. Mis manos ya no soportaban el dolor, me aguante para no llorar, mientras tanto tragaba saliva, un coraje color verde incandescente recorría todo mi ser. Después de haber salir de esa clase, me invadieron muchas ideas, veía el rostro del profesor y me provocaba miedo, veía un monstruo, cada vez que entrabamos en su perverso juego se generaba una escena de pánico, el de competir para exponer como trofeo al ganador, el que mejor memorizaba. Parecía que el profe gozaba con los efectos de su dinámica, el distanciamiento momentáneo que lograba entre nosotros. Pero lo que nunca supo, fue que al contrario, ganamos por lo menos una mejor mirada, más aguda, solidaria y genuina con los otros, la misma con la que hoy en día veo el mundo.   Fue una conjugación de emociones negativas y positivas, circulaba el coraje a causa de las actitudes y prácticas del maestro, pero también, recorría en mí, un sentimiento de potencialidad, la fuerza vital de querer ser maestra, y no permitir que se naturalizaran estas formas comunes de violencia escolar. Considero que esas formas, solo causan dolor, miedo y sometimiento, pues nunca se nos permitió defendernos, además porque para el pueblo Chontal1, obedecer a los mayores es fundamental, ellos tienen la experiencia  y el conocimiento, no se nos es permitido cuestionar la autoridad, que al parecer por arbitrario designio tienen. Ahora  ya se ha suavizado mi coraje hacia el profe Manuel, hacia mi padre, hacia esos rostros que insisten, que la violencia es un recurso didáctico de aprendizaje, no solo en el aula sino en los espacios familiares. Ahora entiendo que el problema no es él, no es su humanidad, el lleva a cuestas una historia, seguramente plagada de violencia, una deshumanización lo hacía rehén de su propia vida. Considero, también que no contaba con una  formación humanizada, con metodologías para enseñar mejor las matemáticas. Él, al igual que nosotros conformaban una familia numerosa, con esos pocos pesos que ganaba no le permitía una formación constante, juntarse con otros, un espacio donde pudiera generar otras reflexiones educativas con sentido humano. De esos rostros que me fueron conformando, entonces, surge el mío. El interés y pasión por la docencia, se construyó a propósito de esos rostros, tiznados de violencia y de los pocos recursos didácticos que se tienen. Pero también, y sobre todo, por la necesidad de comprender y de reconocer el de otros, esos que veo a diario en la escuela, con los niños, padres de familia y comunidad. Esos rostros me han mostrado  posibilidades, de reflexión, pensar sobre lo que somos, pensar de otro modo la realidad a partir del encuentro con el otro. Sentir nuestra historia  y hacernos cargos de la de los demás, eso es humanizarnos.

Ahora le apuesto al rostro de mi madre, de muchos más que he conocido, expresiones de solidaridad, de comprensión. Apuesto por una educación comprensiva y sentida. Aquí y ahora, estoy consciente que como maestros, necesitamos urgentemente desmontar las estructuras mentales, de pensamiento, y de acciones, que nos someten, que nos hace andar en automático, despojarse  de las experiencias dolorosas, sabiendo que la escuela es un espacio que nos ha marcado de forma prolongada, eficiente y violenta en este sentido. Dejar esas actitudes, esas prácticas, que se constituyeron en la escuela tradicionalista, más bien, ver la posibilidad de una educación con sentido humano, acogiendo el rostro del otro, que te exige y te demanda su inclusión, la aceptación de un otro radicalmente distinto.  Reconocer en las historias personales, aquellas experiencias potencialmente humanas, como la que tuve cuando éramos castigados, por no memorizar las tablas de multiplicar. Las miradas de mis compañeros, miradas solidarias, agudas, que cuestionan lo irremediablemente natural, esas miradas me atravesaron a mí, lograban una suerte de cura para el dolor de manos, dolor del corazón, dolor de pensamiento, ese que nos aquejaba a todos por igual. Hasta el día de hoy, tengo que reconocer que ese es el rostro que quiero presentar, que mi mirada busque la mirada del otro que sufre, que está en condiciones de vulnerabilidad, la solidaridad. Propongo, que los puntos centrales para la educación humanizada sean: la comprensión, el acogimiento de la historia personal de nuestros niños, del intempestivo reclamo del otro, de su rostro, de la diferencia, de la inclusión de rostros chontales, indígenas como el mío, este, que intento mostrar en esta historia.

1 Grupo étnico de la sierra sur del estado de Oaxaca.

Narrativa Profesora Roselia Vázquez Oaxaca, México, 2015 Coord. Adan Morgan Colectivo 43 x 43 Serie 2. Los rostros de la experiencia docen


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