Desierto: realidad y metáfora
2012-11-09
El
desierto es una realidad misteriosa y una metáfora fecunda del discurrir
contradictorio de la vida humana.
Actualmente
el 40% de la superficie terrestre está en proceso avanzado de desertificación.
Los desiertos crecen a razón de 60 mil km2 por año, lo que equivale a 12
hectáreas por minuto. En Brasil hay un millón de km2 en proceso de
desertificación. Sólo en el Nordeste y en Minas son 180 mil km2. Este fenómeno
amenazador para las cosechas, para el hambre y la emigración de poblaciones
enteras se debe a la deforestación, al mal uso de los suelos, a los cambios
climáticos y a los vientos.
Recordemos
que el mayor desierto del mundo, el Sahara, con una superficie mayor que la de
Brasil (9.065000 km2), hace diez mil años estaba cubierto de densas selvas
tropicales, contiene fósiles de dinosaurios y restos arqueológicos de antiguas
civilizaciones, pues antiguamente el río Nilo desembocaba en el Atlántico. En
esa época, sin embargo, ocurrió un drástico cambio climático que lo transformó
en una inmensa sabana y después en un desierto árido y extremadamente seco. ¿No
es una señal para la Amazonia?
Pero
la vida siempre es más fuerte. Resiste, se adapta y acaba triunfando. Todavía
hoy en los desiertos brota la vida: más de 800 especies de vegetales y
minúsculos insectos y animales. Basta que sople un viento más húmedo o que
caigan unas gotas de agua y la vida invisible irrumpe espléndidamente.
En
ocho días, la semilla germina, florece, madura, da fruto que cae al suelo. La
semilla se recoge. Espera más de un año, bajo la canícula del sol y el azote del
viento hasta poder germinar de nuevo y continuar el ciclo ininterrumpido y
triunfante de la vida. Otros arbustos se enrollan sobre sí mismos, se retuercen
para escapar de los vientos y sobrevivir.
De la
misma manera, pequeños animales se alimentan de insectos, mariposas, libélulas y
semillas traídas por el viento.
Pero
cuando hay un oasis, la naturaleza parece desquitarse: el verde es más verde, la
atmósfera más sonriente y los frutos tienen más color. Todo proclama la victoria
de la vida.
Con su
tecnología, el ser humano abre los desiertos, traza carreteras brillantes,
devuelve el desierto a la civilización como ocurre en Estados Unidos, en China y
en Chile. Esta es la realidad de la ecología exterior del desierto.
Pero
hay desiertos interiores, de ecología profunda. Cada persona humana tiene su
desierto a atravesar en busca de una «tierra prometida». Es un recorrido penoso
y lleno de espejismos. Pero le espera siempre un oasis para rehacerse.
Hay
desiertos y desiertos: desierto de los sentidos, del espíritu, de la fe. El
desierto de los sentidos ocurre especialmente en las relaciones
interpersonales. Después de algunos años, la relación de un pareja conoce el
desierto de la monotonía del día a día y la disminución del encantamiento mutuo.
Si no hay creatividad y aceptación de los límites de cada uno, la relación puede
acabar. Si la travesía no se hace, permanece el desierto desalentador.
Hay
también el desierto del espíritu. En el siglo IV cuando el cristianismo
empezó a aburguesarse, algunos laicos cristianos se propusieron mantener vivo el
sueño de Jesús. Fueron al desierto para hallar la tierra prometida en su propia
alma y encontrar a Dios desnudo y vivo. Y lo encontraron. Se trata de una
peligrosa travesía del desierto. San Juan de la Cruz habla de la noche del
espíritu “terrible y temible”. Pero el resultado es una integración radical.
Entonces, de la aridez nace el paraíso perdido. El desierto es metáfora de esta
búsqueda y de este encuentro.
Finalmente
está el desierto de la fe. Hoy se vive en la Iglesia Católica un árido
desierto pues la primavera que significó el Concilio Vaticano II se transformó
en invierno severo por obra de las medidas tomadas por el organismo central del
Vaticano en su esfuerzo por mantener tradiciones y estilos de piedad que tienen
que ver con el modelo medieval de Iglesia de poder. La Iglesia se comporta como
una fortaleza sitiada y cerrada a los llamamientos que vienen de los pueblos, a
sus lamentos y esperanzas. Es un modelo de Iglesia del miedo, de la sospecha y
de la pobreza en creatividad, lo que revela insuficiencia de fe y de confianza
en el Espíritu de Jesús. Lo que se opone a la fe no es el ateísmo, sino el
miedo. Una Iglesia llena de miedos pierde su principal sustancia que es la fe
viva. Los crímenes de la pedofilia de muchos religiosos y los escándalos
financieros del Banco del Vaticano han llevado a muchos fieles a conocer el
desierto, a emigrar de la institución, aunque manteniendo el sueño de Jesús y la
fidelidad a los evangelios. Vivimos en un desierto eclesial sin vislumbrar un
oasis por delante. Será nuestro desafío el de hacer así y todo su travesía con
la certeza de que el Espíritu irrumpa y haga surgir flores en el desierto. ¡Pero
cómo duele!
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