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domingo, 13 de mayo de 2012

Mar de Historias La maestra Julia Cristina Pacheco

Uno siempre vuelve a los lugares de la infancia. En mi caso, al rancho de mi abuela. Íbamos a visitarla durante las vacaciones de diciembre. En esa sola época mis hermanos y yo nos reuníamos con nuestros primos de Zacatecas y San Luis Potosí. Éramos más o menos de la misma edad y ninguno mayor de 10 años. Al principio nos veíamos con cierta desconfianza, como si dudáramos de ser los mismos que apenas 12 meses atrás habíamos inventado juegos y cometido destrozos en las plantas que adornaban el patio y la vida de Julia.
Más que su sirvienta, Julia era la fiel acompañante de mi abuela y su lectora incansable en las noches de insomnio. Se ufanaba de haber llegado a trabajar a la casa cuando aún tenía buena vista, trenzas largas y expectativas de casarse. La enorgullecía aún más demostrarnos que, ya perdidos los distintivos de su juventud, conservaba la misma devoción por mi abuela y por toda la familia.
Conforme íbamos llegando para disfrutar las vacaciones Julia nos sometía a una rápida inspección. Le bastaba un minuto para saber quién de nosotros había crecido menos o adelgazado más. Después de aquella ceremonia reiteraba sus objetivos de siempre: nutrirnos y quitarnos lo ñangos. Pronunciaba esa palabra –ñangos– con los ojos cerrados y estremecida por una mezcla de cariño, lástima y horror.
II
De haber tenido una capilla en el rancho habríamos pasado allí todo el tiempo en vez de regresarnos al pueblo, temprano, cada sábado. Este horario le garantizaba a mi abuela que asistiríamos puntuales a la misa dominical en la parroquia de La Soledad. El lunes por la mañana regresábamos al rancho en una camioneta alquilada intensamente olorosa a gasolina. El tufo mezclado al polvo del camino nos causaba mareo, pero Julia atribuía el malestar a nuestra condición de niños ñangos: dos palabras buenas para inventar un trabalenguas.
En el rancho pobre, árido, con un paisaje en el que imperaban huizaches y nopales, éramos muy felices. Lo habríamos sido todavía más si mi abuela no hubiera ordenado que de 10 de la mañana a 12 del día asistiéramos a la escuela. Así llamaba al cuarto encalado de adobes que servía de bodega 11 meses y en diciembre se transformaba en aula.
Nuestras protestas ante la obligación de tomar clases en plenas vacaciones eran inútiles. Si cada diciembre la meta de Julia era nutrirnos, la de mi abuela era contribuir a que reforzáramos lo aprendido en los distintos grados de primaria a los que asistíamos.
III
El primer año en que mi abuela impuso los abominables cursitos de invierno nos dio clases Machila, una catequista pellizcona y aburrida. Mi abuela quedó tan satisfecha con su trabajo que la invitó para el año siguiente. Estábamos a medio curso cuando Machila desapareció para seguir a una mujer. ¿Quién es? Sin mirarnos, Julia nos respondía unas veces que su hermana, otras que su prima. Hoy entiendo que el impulso de Machila tuvo otros orígenes y no de parentesco.
No importaba tras quien se hubiera ido Machila, lo sobresaliente era que con su huida recuperábamos dos horas para correr, levantar piedras, subirnos a los escasos árboles frutales y hacernos las ilusiones de que corríamos la aventura de robarlas. Nuestra felicidad duró tres días, el tiempo que se demoró mi abuela en decirnos que nuestras clases continuaban y que mientras conseguía otra sustituta, nuestra maestra iba a ser Julia.
Todos al mismo tiempo nos volvimos a mirarla desconcertados, mudos de asombro. El único que no pudo reprimirse fue el mayor de mis primos: Pero si ella es tu sirvienta... En vez de ofenderse ante nuestro rechazo, Julia contó algo que ignorábamos: de niña había servido en la casa de un cura y su hermana la había enseñado a leer, a escribir, a hacer sumas y restas. Su vida cambió tanto que desde ese momento no tuvo más sueño que convertirse en maestra. Nunca pudo lograrlo. Aclaró que había sido feliz trabajando junto a mi abuela, pero la ilusionaba mucho colmar sus anhelos, aunque sólo fuera durante las dos semanas que aún tendríamos de vacaciones.
Éramos demasiado niños para entender lo que representaba el gesto de Julia y permanecimos en silencio; ella, en cambio, le agradeció a mi abuela su confianza y le aseguró que no descuidaría sus obligaciones de siempre. A nosotros nos prometió que iba a hacer su mejor esfuerzo para que no nos aburriéramos durante las dos horas de clase y enseguida se fue para ocultar las lágrimas causadas por su emoción. Mi abuela adivinó lo que sucedería al vernos solos con ella y nos impuso silencio con la mirada. Pero después, entre almohadazos y saltos en la cama, pasamos horas burlándonos de Julia.
IV
En la escuela improvisada encontramos lo mismo de siempre: bancas corridas, tablones sobre burros simulando mesas, un mapa borroso de la República Mexicana y en la pared del fondo un pizarrón ilegible en donde aún quedaban huellas de la última lección que nos había dado Machila. En la esquina junto a una de las ventanas estaban la silla y la mesa sobre la que permanecían una caja de gises y un enredo de trapos que usábamos como borrador.
Lo único distinto era Julia. Sin delantal parecía más delgada y más viva con el cabello suelto. Llevaba el vestido camisero que se ponía los domingos para ir a la iglesia y calzaba zapatos en vez de sus infaltables chanclones de felpa negra.
Parada junto al escritorio, con las manos unidas al frente, parecía una estudiante a punto de presentar un examen. Estuvimos mucho tiempo mirándola y ella sonriéndonos sin saber qué hacer y sin atreverse a ocupar la silla abandonada por Machila. En medio del silencio escuchamos el zumbido de una abeja. La ahuyentamos agitando las manos mientras Julia nos pedía que no lo hiciéramos y nos aseguraba que el animalito no iba a causarnos daño.
Durante ese breve momento Julia volvió a ser la conocida de siempre, pero en cuanto la abeja salió y volvimos a quedar en silencio se deshizo la imagen que habíamos tenido de ella y reapareció la de una persona conocida que estaba fuera de lugar. Ella debió entenderlo y se esforzó por asumir su nuevo papel dándonos los buenos días. Respondimos al saludo desganados, entre risas a medias, pero ella siguió adelante: Aunque me los sé muy bien, cada uno va a darme su nombre para que yo lo escriba.
Tomó un gis y de espaldas a nosotros puso la fecha en el pizarrón. Lo hizo despacio, como si cada letra fuera más pesada que la anterior. Luego escribió su nombre y junto a él la palabra maestra. Se alejó un poco, estuvo mirándola y al cabo de un minuto la borró y salió corriendo. Quedamos en silencio, otra vez desconcertados, mirando en el pizarrón letras borrosas en las que se podía leer la huella de un sueño.
 

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