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lunes, 16 de enero de 2012

La prudencia de los pobres Hermann Bellinghausen

Con la gravedad en su mirada parecían una procesión justiciera, una escena de masa sublevada como la que irrumpe en el castillo de Nosferatu o la que detesta el feudalismo de abuso y terror que dio origen a la banda de Robin Hood en los bosques de Sherwood long time ago. Había ira en sus ojos, quién sabe si desesperación. Determinados, sin miedo. No blandían antorchas ni pancartas, sólo puños crispados.
Virginia quiso saber quiénes eran, pero no hubo quién le respondiera. No podía alejarse mucho de su puesto de ropa en la acera del mercado, pero caminó una cierta cantidad de pasos flanqueando la ¿qué era, marcha, procesión, revuelta espontánea, infame turba? interrogando a este y aquel. Quizás por ser mujer, o porque traían la mirada nublada del que rompió los diques de la paciencia y la sumisión, no le hicieron caso.
Hasta que se le atoró la chancla en una coladera y se detuvo para recuperarla. Inútil insistir. Sus vecinos de puesto, igual de perplejos, le preguntaban que quiénes eran, qué querían, adónde se dirigían. Nada, no dijeron nada, dijo Virginia retomando literalmente su puesto. Le pareció que del suelo salía lumbre. El airado paso de esos hombres dejó una estela amarga y pegajosa. Se respiraba más caliente. Sonó una explosión, lejana. Fue un cohete, dijo alguien. Virginia se había sobresaltado. Pensaba: ¿qué será de ellos cuando lleguen a su destino? ¿Y de nosotros? Intuía que esos hombres silenciosos tenían que ver con ella, con todos ellos en los puestos, barriendo, de compras o nomás pasando. Respondía al fatalismo de los que se mojan en las inundaciones, si arde me voy a quemar, si se seca me voy a diezmar, si les pegan a esos nos van a pegar. El realismo de los pobres. La prudencia de los pobres.
Los que, como Virginia, no tienen tiempo para pensar en lo que quieren. Se la pasan cuidando lo que tienen, sabedores y muy a fondo de lo que no quieren. Contradiciendo al lugar común, los comerciantes del mercado venden verduras pero no chillan como verduleras pendencieras. Gente amable y aguantadora que se lleva bien con los vecinos. Su competencia por los clientes es más una cuestión de honor y seducción. Gente tranquila pero difícil de engañar, la han engatusado tanto. No era la mula arisca.
No lejos tiene en la loma con su mamá un ranchito de legumbres y gallinas, fogón de barro y un trozo de milpa que trabajan sus hermanitos. El papá está mayor y no sirve para nada, el pobrecito. Para Virginia, que no sabe qué es el futuro y le da superstición imaginarlo, su papá es un futuro, al menos el de sí mismo, y véanlo, qué deteriorado. Por el trabajo.
En cambio su mamá cada día parece más un árbol. La corteza oscura, rugosa, expresiva. La solidez del tronco. La facilidad con que ramifica. De niña su mamá la intimidaba, estricta con las hijas y cómplice, permisiva, con los machos. Pero ahora, serán los años, a Virginia le gusta arrimarse a ella. Muchas horas del día las pasa cuidando el puesto de ropa, contando las horas que le faltan para regresar por la cuesta empedrada al ranchito, cargando la caja rotunda de la ropa que cada mañana baja a poner en venta.
Mamá casi no sale, pero se entera de todo. Y lo que no, como un sismógrafo, lo presiente. Esa tarde echaba tortillas al comal para la merienda cuando Virginia, metiendo el bulto de mercancía en la zotehuela, entró a la cocina velada por el humo y los olores del crepúsculo, y la oyó decir:
–Salieron esos, ¿verdad?
Virginia no encontró qué responderle. Quiénes. De qué adentro salían a cuál afuera. Quería decirle mamá, caliéntame un café, deja que me siente junto a ti un rato, si quieres te canto un salmo de la iglesia o una canción que aprendí allá abajo, o te hago una trenza. Pero todavía le daba pena mostrar iniciativa con su mamá, que bien que la conocía, le puso una taza de café cerca de las manos mientras fingía corretear una gallina intrusa.
–Cómo no van a salir. Los tratan como sus monigotes, los hacen esclavos, les roban sus mujeres para usarlas en sus narices y tirarlas a la basura. Se estaban tardando. Antes di que se animaron.
–Mamá, ¿qué va a pasarnos?
–A tu edad yo no pensaba en esas cosas chamaca –zanjó la conversación su mamá con su arbitrariedad habitual, y le insistió que anduviera, que bebiera el café con un bizcocho, buena que es la señora para espantar el miedo, siempre halla el modo
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