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domingo, 23 de octubre de 2011

Dialogo imaginario por Álvaro Bustos González en El Meridiano de Cordova

Tomo afirmaciones de Sergio Pitol en El arte de la fuga para establecer con él un diálogo imaginario:
"Los halagos del mundo convivían en Pedroso de manera perfecta con los rigores del conocimiento".
Veo que te refieres a don Manuel Martínez de Pedroso, tu profesor de Teoría del Derecho en la Universidad Nacional Autónoma de México, de cuyas clases desertaron la mayoría de los estudiantes porque no comprendieron que la sabiduría mundana y la cultura del maestro no cabían en unos contenidos programáticos fijos y grises como la panza de un burro. Con los pocos que quedaron, las clases debieron ser una delicia. Eso de aprender filosofía del Derecho con base en la obediencia al poder y el libre albedrío en Sófocles, analizando los dilemas éticos en Dostoievski y desmenuzando los dramas de Shakespeare, debe ser una experiencia incomparable. Pero eso ya no se ve. Hace mucho que en las universidades latinoamericanas desaparecieron los maestros para darles paso a los profesores, que repiten como loros lo que viene en los libros de texto.

"Aprendí que en las artes nada notable puede ocurrir si no se establece relación con los logros del pasado".

Exacto, mi querido Sergio. En esta era de demoliciones (algunos todavía hablan de revoluciones), en la que muchos creen que cada día trae un afán de novedades, no faltará quien hable y pugne por el progreso en el arte, como si el arte fuera un asunto que dependiera de los avances tecnológicos, o como si la pintura o la música y la propia literatura no tuvieran unas raíces respetables y un pasado glorioso. El artista lucha consigo mismo porque en su batallar incesante halla una fuente de conocimiento. Su denuedo es en pro de la belleza o de lo profundo, y eso nada tiene que ver con las fruslerías (elementos desechables) que hacen de la vida actual algo cada vez más fatuo e intrascendente.

"Y al final me instalé en Roma. Igual que a Cervantes, me pareció llegar a la capital indiscutible del Universo Mundo".
Tienes razón. Es difícil escapar al misterio imperial de la Roma eterna. La herencia de los griegos, el Derecho y las legiones, la desecación de los pantanos, la forma en que sus emperadores bajaron el agua de las montañas, y sus colores (los colores de Italia, que son los colores de la tierra), no dejan resquicio a la duda. Ella es la capital del Universo Mundo. ¿Cuántas ciudades, una debajo de la otra, habrá ocultas a los pies de la tumba de Adriano, o alrededor de las termas de Caracalla, o a las puertas del anfiteatro Flavio? Acuérdate de Los Idus de Marzo, ese maravilloso trozo de historia en género epistolar que inventó Thornton Wilder, que seduce por el refinamiento que alcanzaron los conjurados contra Julio César. Hablando de Roma, quizá tu amigo Juan Villoro te recomendó El signo del pez, la novela de Germán Espinosa que recrea los orígenes del cristianismo, en la que Jesús y san Pablo parecen, o así puede colegirse, consubstanciados en cuerpo y alma. ¿Se te había ocurrido que un intelectual como san Pablo, difusor y, de alguna manera, inventor del cristianismo, podía fundirse con el dios hecho hombre?

León Tolstoi anotó en sus diarios que sólo podía escribir sobre lo que había conocido y vivido personalmente.

Si Tolstoi afirmó eso y es el más grande novelista de todos los tiempos, quiere decir que el camino de la gran literatura es el de las experiencias personales, felices o infelices. Por mucho que se hable de la imaginación, la que sin duda es necesaria para metamorfosear la realidad, el sustento de la obra del artista la lleva él en sus claros o difusos recuerdos, en sus obsesiones o en sus fracasos. ¿No te parece que el don de novelar radica en mentir con el sudor de la memoria? Sé que has leído varias veces los diarios de Thomas Mann. Si no lo has hecho, dale una mirada a La tentación del fracaso, el diario de Julio Ramón Ribeyro, que oprime por su descarnada sensibilidad, o, si prefieres, por su desgarradora sinceridad. Yo no he leído La montaña mágica, pero me intriga que tú, Espinosa y Ribeyro, que hacen parte de mi santoral, coincidan en su admiración por Thomas Mann. Algo habrá de tener, aunque haya que disculparle sus iniciales veleidades nacionalsocialistas. He oído decir que del artista sólo debe importar su obra, no su vida ni sus ideas. Pero, ¿cómo se hace si la obra de arte germina precisamente en los cenagales de la propia vida y no escapa a las ideas, por ilusas que sean, del artista?

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