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sábado, 21 de julio de 2012

Más calidad para la universidad pública Javier Solana Juan Rojas Ana Crespo

Nuestro país está ciertamente en una situación difícil: un paro insoportable, recortes dramáticos en las prestaciones sociales, desconfianza de los ciudadanos en las instituciones, e incluso en la propia democracia, y un largo etcétera. No hay consenso sobre las mejores estrategias para escapar de esta situación pero casi todo el mundo coincide en que un aspecto fundamental para la recuperación es el impulso a la educación, por una parte, y el fomento de la investigación y la innovación por otra. Por ello resultan sumamente preocupantes los recortes presupuestarios a que parecemos estar abocados tanto en las universidades como en la investigación. No obstante, a la vez que se solicita una atención especial a la financiación adecuada de las universidades, debemos también mirar hacia dentro y preguntarnos qué elementos de la actividad universitaria requieren una modificación.
Creemos firmemente en la universidad pública. En la España democrática el haber multiplicado por tres el número de estudiantes universitarios ha contribuido sustancialmente a la movilidad social en amplios sectores de la población y a la elevación de la cualificación de nuestra fuerza de trabajo. Estos cambios se han debido a una acción política decidida y no a los mercados, tan ubicuos actualmente, que con seguridad no los hubiesen propiciado. También hay que afirmar con rotundidad que la universidad pública española tiene un nivel más que razonable y que no es ni mucho menos tan ineficaz como algunos, quizás interesadamente, la quieren dibujar. Baste mirar el ascenso indiscutible de la investigación de la universidad española en la comunidad científica internacional en los últimos años. Cabe también preguntarle a cualquiera de nuestros estudiantes Erasmus si en las universidades extranjeras donde han cursado sus estudios han detectado un nivel de enseñanza claramente superior.
Buena parte de estos éxitos fueron propiciados por una norma que apostó sin ambages por una autonomía universitaria amplia. Con ella la Universidad salió de su retiro y se abrió a la sociedad con nuevos títulos, programas de innovación, cooperación internacional etc. No obstante, a lo largo de los años se alumbraron también importantes problemas. Quizás sea la hora de alegrarse por los logros obtenidos pero también la de examinar dichos problemas y tratar de buscarles solución.
En particular, queremos llamar la atención aquí sobre uno de ellos, quizás el más grave que afecta hoy a nuestra universidad. Las universidades disponen de un amplio espacio para reclutar, promocionar y reubicar a su personal pero la experiencia muestra que el uso que se está haciendo de esta capacidad dista mucho de ser satisfactorio y que, además, la deriva no invita al optimismo.
Hay que asegurar al rector una capacidad de actuación propia independiente de sus administraciones financiadoras
El mundo actual es muy competitivo y la actividad universitaria no es una excepción. Por eso es imprescindible que su personal, y el profesorado en particular, esté continuamente motivado por alcanzar cotas de calidad cada vez más altas. Esto requiere que se fomente durante toda la carrera de un profesor una sana emulación, muy contraria al conformismo que parece dominar el panorama actual. Tomemos como referencia lo que ahora comúnmente se denomina “carrera docente e investigadora” del profesorado. Esta consiste en la práctica en un progresivo ascenso de la persona por las distintas categorías del profesorado, sometido como mucho a una leve verificación de prestaciones muchas veces burocráticas. La persona va acumulando “créditos” sin que en ningún momento su actuación profesional se valore comparativamente con la de otros colegas. Si una persona se conduce razonablemente, da sus clases, de vez en cuando está en una comisión e incluso investiga discretamente ¿Por qué impedirle que llegue a catedrático “cuando le toque” en una escala basada esencialmente en la supervivencia?
Una consecuencia del planteamiento anterior es que la mayor parte de las universidades ha lanzado programas denominados de “promoción interna” de su profesorado. Esta promoción ha sido prácticamente automática si la persona recibía la denominada “acreditación”. La forma como se ha aplicado comúnmente esta acreditación es de hecho uno de los elementos más distorsionadores de una estrategia de búsqueda de calidad del profesorado. A veces se compara nuestra acreditación con la habilitación alemana para la docencia universitaria, pero hay una diferencia fundamental: en esta última estar habilitado a, digamos, catedrático es una condición necesaria para concursar a una plaza de catedrático que se convoque en cualquier universidad del país mientras que en España muchos la consideran condición suficiente para solicitar (o exigir) una plaza de ese nivel en la propia universidad. Los grotescos simulacros de los posteriores concursos de acceso, donde el frecuentemente único aspirante llega a sugerir a los miembros de su propio tribunal, no hacen sino subrayar la ineficacia de este procedimiento. El modus operandi anterior no facilita que la universidad seleccione a los mejores entre sus acreditados, lo que en época de restricciones limita en la práctica el acceso de estos. Además, ha conducido en muchas universidades a una notable inflación en el gasto de su plantilla de profesorado. Incluso en algún caso se han pervertido los programas de jubilación anticipada: los fondos así generados, en vez de utilizarse para la contratación de nuevo profesorado joven (objetivo inicial reconocido y más que encomiable), se han usado en buena medida para recortar el déficit generado por la mencionada inflación.

Es muy difícil que un director de departamento consiga traer profesores de calidad de otro lugar
Para ayudar a la universidad a solventar estos problemas se requieren medidas externas de estímulo que faciliten la búsqueda de la calidad y ayuden a la universidad a enfrentarse con las fuerzas internas tendentes al inmovilismo. A nuestro juicio, actuaciones tales como la introducción de los tramos de investigación, la Fundación Icrea o los programas Propio o Ramón y Cajal han ido en esta línea. Pero la búsqueda de la calidad puede también apoyarse mediante normas internas que faciliten la actuación de la propia institución universitaria. Muchos, propios y ajenos, piensan que una universidad de calidad requiere ahora un cambio en la gobernanza de la institución. Si como es el caso, las autoridades académicas son elegidas directamente por sus ‘gobernados’, no es aventurado augurar un futuro problemático a aquellas autoridades que intenten modificar las derivas anteriores en política de personal. Por ejemplo, con la actual composición y funcionamiento de los consejos es muy difícil que un director de departamento consiga traer profesores de calidad de otro lugar para cubrir un hueco docente o investigador por delante de los intereses personales de promoción de los miembros actuales del departamento. Por otra parte, ¿cuan larga permanencia en el cargo podría augurarse a un rector que intentase cerrar los departamentos científicamente improductivos o concentrar enseñanzas con número de alumnos muy bajo?
Para definir una nueva gobernanza caben por supuesto muchas variantes. No es el objeto de este ensayo entrar a fondo en tan importante debate. Nos limitaremos a una observación en lo que concierne al nombramiento del rector: si las consideraciones anteriores apuntan a la necesidad de desvincular las decisiones del rector de los intereses personales de sus “gobernados”, no es menos importante , a la vez, asegurar al rector una capacidad de actuación propia independiente de sus administraciones financiadoras. Fórmulas de todo tipo que aseguran ambas condiciones existen en las universidades de los países de nuestro entorno.
Como decíamos, la universidad pública española ha hecho un gran esfuerzo en años pasados y ha alcanzado metas importantes pero detenerse en lo avanzado es retroceder. Precisamente en estos momentos de dificultades económicas, que requieren ajustes y reformas, cabe en la institución universitaria, como a principios de la década de los 80, una reflexión amplia sobre el funcionamiento de algunos elementos clave para la utilización óptima de sus recursos. Las consideraciones anteriores, pretenden aportar algunos elementos a dicha reflexión.
Javier Solana fue ministro de Educación y Ciencia, Juan Rojo fue secretario de Estado de Universidades e Investigación y Ana Crespo fue directora general de Universidades.

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