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jueves, 16 de mayo de 2013

Día del Maestro Adolfo Sánchez Rebolledo

 
Vísperas del Día del Maestro ya nada es igual. En otros tiempos la fecha era una fiesta, un rito celebratorio del gran tlatoani sexenal para agasajar al magisterio. En una horas se anunciaban con bombo y platillo los aumentos salariales a una plantilla enorme pero sujeta a la precariedad de sus ingresos, que apenas se completaban mejorando las prestaciones, cuya obtención ampliaba la capacidad de maniobra de la petrificada directiva sindical, a sabiendas de que vinieran de Vanguardia Revolucionaria o de la revuelta cupular gordillista, ellos, los líderes vitalicios, no serían nada sin la fuerza del Estado, sin la alianza que los ubicaba como pieza clave del singular corporativismo creado por la Revolución Mexicana en su fase institucional.
Luego, el mismo día 15, ad maiorem gloria del presidente se pronunciaban discursos solemnes invocando las virtudes del magisterio como un apostolado laico, al que la pobreza circundante, sobre todo en el medio rural entrado en decadencia productiva, le debía servir como estímulo y penitencia. La celebración terminaba, justamente, con las medallas de honor entregadas a insignes profesores que entregaron sus vidas al cumplimiento de su deber, aunque siempre hubo exclusiones ejemplarizantes, como ocurrió con Othón Salazar, expulsado en 1958 del sindicato sin que jamás la autoridad educativa le reintegrara la plaza a la que tenía derecho.
Pero la crisis de la enseñanza, encubierta por las estadísticas de la cobertura, siguió profundizándose. El Estado mexicano, sus gobiernos, aturdidos por los vientos de la modernidad del capitalismo, creyeron inútil proseguir el impulso educador con que arrostró la construcción del país pasada la lucha armada revolucionaria y dejaron que el sistema educativo se fragmentara cediendo y concediendo las funciones de rectoría a quien le aseguraba control y un consenso pasivo ratificado electoralmente. Y miraron a otra parte.
Pero este año ya no está La maestra que parecía eterna, aunque el sindicato que ella ayudó a organizar permanece como guardián de los intereses que, en definitiva, son materia de impugnación. Es verdad que la historia no se repite pero las crisis prolongadas agotan los mecanismos, las salidas disponibles: Elba Esther Gordillo fue la pieza de recambio colocada en el tablero para reformar la educación sin modificar el control político sobre el sindicato, justo con la intención de mantener viva la influencia de un régimen en crisis que nada tenía que decirle al país, más que prometer la modernidad a cambio de nuevos y mayores ajustes a la situación de los asalariados. Siempre hubo protestas, pero el sindicato, gracias a los apoyos del gobierno, las acallaba, ya sea estimulando el gremialismo sin filo, los acuerdos bajo la mesa, el aislamiento de los disidentes a las regiones subdesarrolladas que poco interesaban a las fuerzas vivas o, simplemente, reprimiendo a los inconformes. Hoy, ese sindicato es una sombra de sí mismo. Cierto es que algunos interesadamente hicieron creer que la caída de Elba Esther ya era la reforma educativa, pero estaban equivocados, aunque su discurso obsesivo consiguió permear en amplios sectores.
Sin embargo, cuando en la primera línea de choque por la calidad de la enseñanza se acomodaron los adversarios más contumaces de la educación pública, aquellos que al declararle la guerra a los pillos encaramados en el corporativismo en realidad pensaban en cómo deshacerse del sindicato y de los maestros, a los que consignaron como únicos culpables del desastre educativo, se hizo más que evidente que detrás de la candorosas propuestas filtradas mediáticamente se hallaban los beneficiarios absolutos de la expansión de la enseñanza privada, dispuestos al asalto de la escuela pública para convertirla en la gran reproductora de valores encadenada al negocio de instruir a esa clase media imaginaria, definida por su condición de target mediático, consumidora en potencia pero ideológicamente esterilizada.
Es obvio que una reforma de la educación no puede soslayar las diferencias reales surgidas a partir de distintas atalayas sociales y conceptuales. La gran pregunta es si en ese contexto de lucha de clases las instituciones, en primer lugar el Congreso, así como la sociedad civil organizada, comenzando por el magisterio, son capaces de hallar, no el punto medio, sino una visión donde se retome el interés general, el proyecto nacional de desarrollo como el eje de la deliberación y los acuerdos. La magnitud del desastre educativo, visto a la luz del desempleo que agobia a los jóvenes y la pérdida de cohesión social originada por la violencia que asfixia la convivencia, exige propuestas audaces que sólo pueden hacerse si se fundan en los principios de la democracia y la igualdad.
A favor juega la creciente conciencia nacional de que hemos llegado a un límite: nuestra educación sí requiere una transformación a fondo, integral, cuya puesta en práctica requiere tiempo, audacia e imaginación y, desde luego, el abandono de los clichés que hasta ahora han impedido situar en sus justos términos los grandes temas a debate. Es impensable una verdadera reforma que no sea también un ajuste de cuentas con el pasado, el desistimiento de prácticas, tradiciones, usos y costumbres que en conjunto impiden avanzar.
Entiendo como un paso positivo el diálogo iniciado entre la coordinadora y los representantes del pacto. El acercamiento molesta sobre todo a quienes calcularon desde el comienzo la exclusión de los disidentes, cuyas voces son indispensables. Según la reseña de La Jornada, los maestros señalaron “que no se trató de que una de las partes convenciera a la otra. Por eso insistimos en que queremos claridad en su propuesta, sobre todo en los ejes centrales de la gratuidad de la educación, la evaluación, el ingreso y la promoción de los docentes’’. El secretario de Gobernación dijo que las leyes secundarias se van a construir con todas las voces y reiteró “que no habrá privatización ni despidos’’. Vale la pena proseguir el diálogo.
PD. ¿Hasta cuándo se taparán las violaciones a la Constitución por parte de gobernadores, líderes partidistas o miembros del clero? En defensa del laicismo, un grupo de ciudadanos denuncia: “En los días recientes hemos atestiguado diversas manifestaciones de actores políticos que violentan y ponen en peligro el principio de la laicidad que, por mandato constitucional, caracteriza a la República Mexicana. En concreto, los gobernadores de Chihuahua, César Duarte; Veracruz, Javier Duarte, y del estado de México, Eruviel Ávila, todos del Partido Revolucionario Institucional, han realizado pronunciamientos o participado en actividades de indiscutible índole religiosa. En los tres casos, al realizar esas acciones actuaron en su carácter de gobernadores constitucionales de sus respectivos estados. Por su parte, el Partido del Trabajo y el Partido Acción Nacional celebraron una alianza electoral en Durango para la que pidieron –y obtuvieron– la bendición de un arzobispo.” IETD. ¿Y el supremo gobierno tendrá algo que decir?

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